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Separatismos, negociaciones

Bien sabemos que en Europa la formación de los Estados unitarios chorrea lágrimas y sangre, rebosa de maquiavelismos y represiones atroces y, por consiguiente, de más o menos consabidas mistificaciones e imposturas. Hace no sé cuántos años, cuando todavía era un espectador apasionado de la opera dei puppi (que en Sicilia, para quien aún lo ignore, es el teatro de marionetas dedicado a representar las gestas heroicas del ciclo carolingio), me impresionó mucho e hizo que me acercara a los poemas de Boiardo y Ariosto, llegar a saber que Orlando, héroe de ambas obras y del teatro de marionetas, muy probablemente había muerto en Roncesvalles combatiendo contra los vascos y no contra los sarracenos, como quería la leyenda.Más tarde, y hasta el presente, he visto en El príncipe, de Maquiavelo, una representación de las atrocidades, de las traiciones y de las mentiras que por entonces confluían -y durante varios siglos siguieron confluyendo- en la formación de los Estados unitarios. En efecto, Cesar Borgia quería hacer de los muchos Estados italianos un Estado unitario: y Maquiavelo le hizo héroe de él, para demostrar qué había sido de las unificaciones ya concretadas y cómo debían ser las que aún quedaban por realizar, sobre todo la de los italianos. En pocas palabras, las unificaciones no han sido más que tremendas represiones. Lo que de ellas ha resultado -es decir, el Estado unitario sobre el modelo que aproximadamente podríamos denominar francés-, dentro del avance actual de los sentimientos y de las ideas de libertad, de la mayor conciencia de los derechos, parece obvio que ha de reflejar aquellas instancias antiguas de independencia, aquellos antiguos rencores por haberla perdido.

Y así nacen, en casi todas partes, los separatismos, que señalarían una evidente vuelta atrás, una regresión, si -paradójicamente- no hallaran su razón de ser en los efectos concretos de la unidad europea que, desde finales de la segunda guerra mundial hasta hoy, persiguen los Estados nacionales. Se ha de reconocer que el debilitamiento del poder central y de la autoridad de los Estados nacionales, sobre todo en el campo de la economía -motivo por el cual una decisión que compromete al campesino siciliano o al andaluz ya no se adopta en Roma o en Madrid, sino en Bruselas o en Estrasburgo-, confiere legitimidad a los movimientos de reivindicación independentista de las regiones y, en especial, a los de aquellas regiones que, dentro de los Estados unitarios, con mayor fiereza han logrado conservar sus particularidades.

Es legítima, pues, la instancia de la autonomía; pero mucho menos, y sin duda contraproducente, la de la separación. No tengo simpatía por los separatismos, y mucho menos por los de las regiones que se creen autosuficientes o incluso ricas. Y debo confesar que también abrigo duda y desconfianza con respecto a los independentismos regionales, porque, según la experiencia siciliana -la de la autonomía de Sicilia dentro del Estado italiano-, pueden tener como efecto el de una multiplicación, una complicación y la parálisis de los poderes políticos, administrativos, burocráticos, más que el de descentralizarlos, simplificarlos, disolverlos. Pero el proceso de las autonomías, de las independencias regionales -o nacionales, como vascos y catalanes prefieren decir en España-, es irreversible, sean cuales fueren los efectos que de él se deriven; y por tanto, es preciso que los Estados unitarios tomen nota de ello. Que el Estado trate con esos movimientos, me parece, pues, no sólo inevitable sino razonable: pero sobre la base de que los movimientos se encaminen aún hacia la más amplia de las independencias, pero no a la separación. Por tanto, inevitable y razonable me parece que el Estado español negocie con el movimiento de independencia. vasco y ceda en la medida posible (y no ante lo imposible de la separación).

Conozco sólo de forma sumaria el problema vasco. Durante la guerra civil, las noticias de que los combatientes vascos hubiesen preferido rendirse a un general italiano antes que a Franco, y de que en el País Vasco los sacerdotes estaban de parte de la República -en tanto que en casi toda España los sacerdotes eran partidarios de Franco- me impresionaban particular y, debo admitirlo, contradictoriamente: la primera me llevaba a considerar cuánta era la responsabilidad del Estado español ante los vascos y ante la aversión irreductible que en ellos había provocado; la segunda me inducía a desconfiar del tipo de independencia que perseguían los vascos. Desconfianza que todavía no puedo hacer desaparecer del todo y que halla una especie de confirmación en el terrorismo de que se ha servido el movimiento de independencia (o de separación).

Si se quiere, es un prejuicio mío, una idiosincrasia personal, esto de creer que en los países católicos el terrorismo sea, de matriz católica. Sin embargo, aquí se presenta otro problema: el de si un Estado puede o debe negociar bajo la amenaza del terrorismo, sin modificar, o hasta destruir, su propia imagen. Arduo problema, pero no creo que se pueda resolver codificando reglas. Ha de resolverse caso por caso, de acuerdo con las circunstancias y valorando el sacrificio de vidas humanas que de cuando en cuando comporta. De todas formas, es preciso distinguir entre negociar y ceder: negociar, a veces, como se ha visto en el reciente caso italiano de la rebelión en la cárcel de Porto Azzurro, puede ser el mejor modo de no ceder. Y cuando se cede, si se hace en forma razonable, si se hace en cosas que corresponden a lo justo, en cuanto a derechos que incluso puedan llamarse naturales, por cierto que no se pierde el tipo, no se cae en el envilecimiento ni en el engaño.

También hay otra forma de ceder: la momentánea, a condición de poder ser inexorables después, de poder golpear después implacablemente, y eso para salvar vidas humanas ¡nocentes.

Es una forma de ceder que, me parece, fue teorizada por el ministro francés Poniatovski. ¿Pero existen todavía Estados en situación de practicarla? De todos modos, es cierto que los tiempos heroicos del Estado, del Estado encerrado en la ley como en una mónada, refractario a todo sentimiento, intransigente y despiadado, ya se han ido. Siempre que se admita que hayan existido alguna vez. A punto de ahogarse en la masa sobre la que se alza el Estado, el individuo -solo o en grupos minúsculos- sabe ahora que puede penetrar aquella mónada mediante el terror, que puede trabar aquella máquina: precisamente ayudado por la masa misma, sean cuales sean los inotivos existenciales, ideológicos o criminales que lo muevan.

© EL PAÍS Traducción: Ana Poljak.

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