La resurrección del 'orden público'
JOSÉ A. RODRíGUEZ GONZÁLEZ
Toda sociedad democrática es portadora de un cierto nivel de inseguridad friccional que, aunque indeseable y contra el que hay que luchar, se asume como tolerable si no sobrepasa cierta tasa socialmente admitida. Sería esa la tasa de inseguridad generada sobre todo por los que, de forma voluntaria, se colocan al margen de la norma democráticamente establecida. El problema aparece cuando en la actuación del infractor predomina la necesidad sobre la voluntad, convirtiéndose entonces la inseguridad en un mal endémico, estructural, generador de graves perturbaciones sociales -no necesariamente contrarias a las normas penales más allá de la voluntad de quienes lo sufren.Se impone entonces la adopción de políticas urgentes que luchen con eficacia contra esa inseguridad estructural hasta reducirla a un nivel permisible de inseguridad. Y las políticas hoy conocidas, y ensayadas con mayor o menor rigor doctrinal, suelen reducirse a dos: una, la doctrina clásica del orden público, entendida como el orden apropiado y administrado por los aparatos de control del Estado, doctrina que, por tanto, es la más querida y reivindicada por éstos dadas sus ventajas expeditivas; otra, con menos adeptos entre tales aparatos, pero más ligada a los movimientos sociales progresistas y recomendada entre otros por la ONU, se basa en la justicia social. "La justicia social constituye el mejor medio de prevenir la criminalidad. Hay que basarse más en la acción social que en lo penal".
Hace ya tiempo que ha dejado de ser un secreto que la opción de Felipe González al nombrar a Barrionuevo para la cartera de Interior respondía a una clara y personal opción de la política que desde este departamento se iba a desarrollar en el futuro. Lo confirmaba en febrero de 1985 -"...el más constante factor de impulso quizá sea el problema del incremento de seguridad o de la lucha contra la inseguridad..."-, y lo reiteraba en junio de 1986, en plena campaña electoral: "Si tuviera que confesar claramente cuáles son mis propósitos respecto del futuro, tendría que decir también claramente que reforzar la seguridad, y de eso no quiero que haya ninguna duda". El problema surge al tratar de establecer qué significa y en qué se concreta esa "lucha contra la inseguridad" como motor de una política.
Obviando que las afirmaciones de Felipe González fueron hechas en pleno debate entre seguridad frente a libertad -lo que ya despeja ciertas dudas-, es obligado resaltar que luchar por la seguridad de los ciudadanos debe ser un objetivo fundamental de todo Gobierno progresista, tal y como exige la propia Constitución al declarar en su preámbulo que la seguridad, en cuanto expresión de la convivencia democrática conforme a un orden económico y social justo, es un principio constitutivo de nuestro Estado democrático. Los hechos no confirman que Felipe González se refiriese como motor de su política a esa seguridad constitucionalmente definida, sino más bien a la lucha contra la inseguridad que representan los actos de aquellos que individual o colectivamente procuran no ya simplemente sobrevivir, sino el no quedar definitivamente relegados por un orden económico y social progresivamente injusto.
Para ello, el Gobierno ha optado definitivamente por la resurrección de la tristemente célebre, y siempre trágica, política del orden público. Las movilizaciones de los estudiantes, Reinosa, Riaño, las manifestaciones de los trabajadores y otras no son sino ejemplos de la recuperación de esa vieja política, en la que las fuerzas antidisturbios de la Guardia Civil y de la Policía son enviadas de nuevo como representantes únicos del poder a las fábricas, a las aulas, a las calles; una política en la que los botes de humo, las pelotas de goma, y a veces también las balas, constituyen una vez más el lenguaje y la respuesta elegida en la lucha contra la inseguridad que genera el propio sistema.
Tentación de reprimir
Y es que si "el paro es insostenible -dada la inseguridad estructural que provoca- cuando hay millón y medio de españoles que no tienen empleo" (Felipe González, diciembre -de 1980), más insostenible es todavía cuando esa cifra se duplica, cuando las desigualdades económicas y sociales aumentan, cuando ocho millones de ciudadanos viven en condiciones de pobreza. En este caso, y si se renuncia a adoptar una política de justicia social -la seguridad a que se refiere la Constitución-, la única alternativa posible es llevar a la práctica los principios del orden público, convirtiendo al ministro del Interior, cual resucitado ministro de la Gobernación, en el único interlocutor del Gobierno ante la sociedad.
A partir de aquí, de la constatación de una crisis de seguridad, la tentación de todo Estado para adoptar modos represivos es una constante. Pero, como todo demócrata consciente sabe -y en España esa conciencia no precisa remontar muy atrás en el tiempo- unas leyes más severas y una acción policial más represiva no hacen eficaz una seguridad ineficaz; al contrario, sólo son una solución de orden público, y estas medidas nunca se han tomado para defender a la democracia o a los demócratas, sino para constreñirla o, muchas veces, para acabar con ella.
Sin embargo, sería injusto y erróneo considerar la realidad española como un fenómeno aislado. Por el contrario, toda Europa se encuentra en plena resurrección del orden público; resurrección que encuentra un poderoso aliado en el fenómeno terrorista, ya sea interno, ya importado como consecuencia de graves conflictos en áreas próximas. La inseguridad estructural y el terrorismo están generando paulatinamente la aparición de un pánico moral -más policía y más represión- entre los ciudadanos europeos, temerosos de perder irremediablemente la precaria seguridad que disfrutan. Todo ello facilita no sólo el discurso de los salvadores de los valores patrios de turno, sino también el auge de actitudes neofáscistas.
Es en este contexto de inseguridad colectiva donde el pretendido espacio policial y judicial europeo -más policial que judicial- cobra, más allá del argumento de lucha solidaria contra el terrorismo, su verdadero significado: facilitar que la acción represiva del Estado pueda traspasar los vigentes límites que las fronteras y la soberanía siguen imponiendo a la acción individualizada de cada uno de ellos. El espacio policial y judicial no es una medida de solidaridad de la sociedad europea; antes bien, en un continente en el que la unidad política y la eliminación de las desigualdades regionales y sectoriales siguen siendo un desiderátum, dicho espacio sólo es una medida de solidaridad y autodefensa entre Estados, entre sus aparatos de control, ubicados en una misma región y enfrentados a idénticas amenazas; amenazas viejas y nuevas, de las que los propios organismos económicos internacionales se hacen eco.
Pero Europa, además de sus intereses y responsabilidades ante América Latina, es vecina de dos continentes que luchan no ya por su independencia política y económica, sino por la subsistencia de gran parte de su población. Y el espejo en el que se miran los habitantes de esos países son los ciudadanos europeos. La creciente frustración que se genera en nuestros vecinos, su negativa a la resignación, la renovada marginación que sufren en nuestras sociedades, no es sólo un problema para ellos, también lo es para los ciudadanos europeos, aunque estúpidamente se recurra al cierre de frontera para impedir su entrada.
Nueva cruzada
En suma, la resurrección del orden público no es sólo un hecho, sino una necesidad para la Europa insegura interna y externamente. Y en España, con una cultura heredada de predominio del orden especialmente arraigada en los aparatos del Estado frente a una cultura de la libertad, encuentra facilidades estructurales para entrar en funcionamiento.
Es la política de la hora de los hechos exigida por Fomento Nacional del Trabajo y avalada por la CEOE. Es la política en la que los símbolos, los atributos y los poderes fácticos del Estado -las banderas, la religión oficial, las fuerzas del orden público o el renovado centralismo- adquieren valor absoluto en detrimento de la tolerancia, de la participación, de la responsabilidad de los servidores públicos, del bienestar social. Es la política del ataque directo a los jueces progresistas, porque una justicia justa siempre será molesta para una política de orden público. Es la política de la exigencia de autocensura a la Prensa, no tanto para privar de altavoces a los terroristas -de qué altavoces dispusieron durante la dictadura-, sino más bien para acallar las críticas contra la posible inoperancia, la ineptitud o la ilegalidad. Puede ser la política de una nueva cruzada en nombre de una vieja y trágica religión. Y sería terrible que la solidaridad, la agitación social que el ministro Barrionuevo demanda, no sea otra cosa que complicidad para una seguridad que no es la que en 1978 mayoritariamente nos comprometimos a buscar para todos. Porque una sociedad que convierte en propias las necesidades de una sociedad represiva no es ni libre ni segura.
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