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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La misión de Ortega

SI DE algo no se puede acusar al presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, tras la firma de los acuerdos de paz de Guatemala, es de inmovilismo. En 48 horas ha abordado los dos frentes de la difícil crisis que afecta a su país: el interno y el externo. Ortega reunió el martes a los once partidos legales de Nicaragua -cinco de ellos, extraparlamentarios- para ofrecerles formar parte de la comisión de reconciliación prevista por el plan de paz firmado por los presidentes centroamericanos. Inmediatamente después se sentó en la mesa con el más tenaz e influyente de sus opositores, el cardenal Miguel Obando y Bravo, con objeto de transmitirle la misma invitación. Y una vez que dejó a todos deshojando la margarita de si participar o no en un proyecto que, en alguna medida, supone la legitimación final del régimen sandinista, se embarcó el miércoles en un audaz viaje a Cuba.El presidente de Costa Rica, Óscar Arias, verdadero inspirador de los acuerdos de Guatemala, había advertido que Cuba y Estados Unidos deben sentirse aludidos por las decisiones centroamericanas y cumplir con su cuota de responsabilidad. Con su viaje a La Habana, Ortega ha dado la razón a Arias y reconocido implícitamente el papel del régimen cubano en el conflicto. Sin importarle el perjuicio que aparecer fotografiado junto al líder cubano Fidel Castro pueda causarle en Estados Unidos en momentos en que se prepara el debate parlamentario de octubre sobre la ayuda a la contra, Ortega ha ido a tratar con el presidente cubano del calendario y la fórmula para una eventual retirada de sus asesores militares de Nicaragua, en el marco general del cumplimiento de los acuerdos de Guatemala. Ortega ha colocado, así, la pelota a campo contrario, poniendo en evidencia a la Administración norteamericana, que trata de presentar como no contradictorio un apoyo teórico al plan de paz de Guatemala con el mantenimiento de la ayuda a la contra. Pese a que el plan de Guatemala no menciona explícitamente a la contra, cualquier programa de pacificación y desarrollo debería tener como culminación el fin de la presencia militar extranjera de Centroamérica.

Las iniciativas desplegadas por Ortega, son ciertamente loables, pero para evitar la sospecha de que se trata de una simple política de gestos deberían ser acompañadas de ciertos hechos. Los sandinistas deberían restaurar la libertad de prensa, cuyo símbolo más significativo sería la reapertura del diario La Prensa, que hasta su cierre, el pasado año, fue el de mayor circulación del país. Lograr la reconciliación interna en Nicaragua -como también exige el acuerdo de Guatemala- hace necesaria la profundización de la vigente ley de amnistía. Para presentar a los dirigentes de la contra una alternativa seria y creíble de retorno al país hay que ofrecer algo más que el perdón si dejan las armas.

El hecho de que la contra sea un movimiento financiado y manipulado por Estados Unidos, gravemente desacreditado internacionalmente, y masivamente nutrido por somocistas y mercenarios, no excluye que algunos de sus dirigentes políticos representen parcelas legítimas de opinión. Su incorporación a la vida civil en Nicaragua sería decisiva para el desarrollo pacífico del país. El Gobierno sandinista no debería tener reparos en acabar con la práctica de los tribunales populares y establecer un sistema legal que garantice el pleno ejercicio de la actividad política de todos los ciudadanos nicaragüenses.

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Si Nicaragua se presenta el 7 de noviembre con su casa barrida podrá exigir que los demás adecenten la suya, y habrá obligado a los centroamericanos, al resto de América Latina, a Europa y al Congreso de Estados Unidos a clamar por la suspensión de la ayuda a los rebeldes antisandinistas.

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