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La 'joya de la corona' no se deja engastar en el siglo XXI

La India cumple 40 años bajo la tambaleante batuta del último representante de la saga familiar Nehru-Gandhi

"Hay momentos, que se dan pocas veces en la historia, en que se pasa de lo viejo a lo nuevo, en los que termina una época y en los que el alma de una nación, largamente reprimida, encuentra su expresión", decía Jawaharlal Nehru al poco de ser nombrado primer ministro de la India independiente, por fin libre tras siglos de dominio mongol y británico. Eran palabras de fe en el futuro, voluntaristas, que, acompañadas de una receta de secularismo, planificación e industrialización, debían servir como conjuro para crear la nueva India orgullosa de su pasado a la vez que democrática y más justa. Cuatro décadas y tres generaciones después, el nieto de Nehru, Rajiv Gandhi, mantiene buena parte de esos principios, con matices, pero ahora ya no hay lugar para el entusiasmo. Ni siquiera es seguro que lo haya para la resignación. El país es más difícil de gobernar que nunca, y su líder da la impresión de estar desorientado.

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La India de hoy aparece como una explosiva mezcla de la India eterna de la espiritualidad, la indolencia y la miseria con una India materialista, politizada e impaciente. Un país que vive simultáneamente en diferentes milenios, en el que comparten el terreno un indestructible sistema de castas con 4.000 años de antigüedad y una tecnología para el siglo XXI como la que se desarrolla en Bangalore. La saga familiar Nehru-Indira-Rajiv, que ha regido los destinos del, país durante 36 de sus 40 años de independencia, ha logrado avances con el gigante asiático, algunos muy notables, pero no ha conseguido sacarle de su sopor.

Estima popular

Rajiv Gandhi sucedió a su madre, en medio de una expectación y una estima popular sin precedentes, con la idea de movilizar al país. Su patente inexperiencia política iba envuelta en un programa de corte tecnocrático que pretendía dinamizar la actividad económica, reducir las desigualdades, buscar relaciones más abiertas con la oposición y enfocar con una nueva óptica tanto los problemas regionales como las relaciones con los vecinos. La victoria en las elecciones que convocó de inmediato fue aplastante, no tanto debido a sus promesas electorales como al deseo popular de rendir un último tributo a la asesinada Indira, con cuyos modos autocráticos y actitudes intolerantes, paradójicamente, las nuevas propuestas entraban en flagrante conflicto. Rajiv aparecía como el hombre de fuera del sistema, carente del idealismo de su abuelo y de la soberbia de su madre, quizá ingenuo, pero por ello limpio y alejado de los trapicheos de una clase política egoísta. Tampoco tenía nada que ver con Mahatma Gandhi, catalizador de los ideales de un pueblo, pero incapaz de comprender la necesidad de la tecnología como elemento clave para levantar un país y receloso de un Gobierno central fuerte.

Dos años escasos duró la luna de miel de Rajiv con sus votantes, que en ese tiempo vieron fracasar buena parte de las iniciativas emprendidas por el primer ministro y detectaron flaquezas en su gestión. Como consecuencia, Rajiv ha pasado en los últimos meses un calvario de afrentas electorales que, para colmo de perjuicio a su imagen de gestor moderno e impoluto, ha venido a coincidir con acusaciones de corrupción, críticas en el seno del Partido del Congreso (I), del que es presidente, destituciones de ministros y expulsiones de notables.

La India de Rajiv Gandhi no es la que la tozudez de aquel "faquir medio desnudo" al que se refirió Winston Churchill contribuyó a desgajar del imperio británico. Pero la que fuera joya de la corona victoriana difícilmente se deja engastar en el siglo XXI, como pretende el primer ministro.

Los planes de Rajiv para lograr la nueva India pasaban por la liberalización del sistema económico -basado en un sistema socializante ineficaz y gravoso, implantado con la independencia-, la potenciación de los sectores tecnológicos de punta, la resolución de los conflictos regionales internos -el más importante de los cuales es el del irredentismo punjabí- y la búsqueda de una relación de confianza con Pakistán. Para ello se rodeó de colaboradores y amigos de ideas tecnocráticas, ajenos a la vieja política del Congreso (I), al que relegó a un segundo plano.

La India de casi 800 millones de habitantes que rige Rajiv tiene el doble de bocas que la que recibiera su abuelo de manos del virrey lord Mounbatten, y ya ha logrado, bajo la férula de su madre, ser autosuficiente en grano. El 70% de la fuerza de trabajo labora en el campo, donde apenas se produce un tercio de la renta nacional y donde vive el 80% de los alrededor de 300 millones de pobres del país.

La industrialización india, iniciada por Nehru y seguida por Indira, descansa en un sistema de inspiración socialista, en el que no se permite el cierre de negocios, los despidos y la entrada de capital extranjero y en el que alrededor de la mitad de las industrias en manos del sector público trabaja al 75% de su capacidad, con otro porcentaje notable actuando a niveles simbólicos. En la pasada década hubo algunos intentos de liberalizar el sistema, proceso acelerado por Rajiv, aunque el capital internacional no las tiene todas consigo.

Las multinacionales no se sienten seguras con una política que, sin embargo, ha colocado a 100 millones largos de indios en lo alto de una ola consumista desconocida en el país. Televisores en color, vídeos, frigoríficos, utilitarios Maruti y hasta antenas parabólicas de televisión salen a un mercado ansioso por consumir. Gandhi está empeñado en un proyecto económico destinado a conseguir "tasas de crecimiento que respondan a las aspiraciones populares", en sus propias palabras, con el que no comulgarían su socialista madre ni el ascético mahatma.

Ésta es la cara sonriente de la moneda, que no brilla para todos los indios. La población, en general, ve cómo las líneas maestras trazadas por el primer ministro no son seguidas hasta el final por el propio Rajiv ni por sus colaboradores. Hay en la India una sensación de desconcierto producida por la continua aparición de nuevas caras, o rotación de las existentes, en el Gobierno, que en dos años y medio ha sufrido media docena larga de crisis.

La sangre corre en Punjab

Gandhi, por lo demás, no ha sabido responder a los desafíos regionales sufridos por el Congreso (I), y cuenta por derrotas, algunas demoledoras, sus comparecencias electorales, aunque ningún revés tiene las connotaciones de la impotencia mostrada para resolver la sangrienta crisis de Punjab, una caja de Pandora abierta por su madre y por la que ella hubo de pagar con su vida. Tampoco las relaciones de la India con sus vecinos son mucho mejores que las existentes hace 40 años: desconfianza con Pakistán y China, países con los que Rajiv no ha mostrado precisamente dotes de negociador, y estrechas relaciones con Moscú, que pueden verse afectadas por la política de Mijail Gorbachov favorable a una reducción de las tensiones en Asia. El mayor éxito regional de Rajiv lo ha constituido su plan para la solución de la crisis de Sri Lanka.

Este ramplón balance general, muy lejos de las expectativas suscitadas a su llegada al poder, se ha visto rematado con las reyertas intestinas producidas en el seno del Congreso (I). El principal motivo es la campaña contra la corrupción desatada por V. P. Singh desde el Ministerio de Finanzas primero y desde el de Defensa después. Las investigaciones sobre la recepción de sobornos y comisiones ilegales y sobre fuga de capitales implicaron a destacados amigos de Rajiv y pusieron en peligro los intereses de influyentes personalidades en el Congreso (I). Gandhi paró las investigaciones, que amenazaban con echar luz sobre algunas actividades de Indira; destituyó al ministro y, al tiempo, perdió toda la credibilidad. Como dice un observador de la escena india, ahora cualquiera cree cualquier cosa que se diga de Rajiv.

Esperanzas traicionadas

Resulta, pues, que el país ha vuelto a ver traicionadas sus esperanzas en la implantación de hábitos limpios de hacer política, y los más pesimistas colocan a la India al borde de una crisis como la de 1975, en la que Indira Gandhi llegó a implantar el estado de excepción durante dos años. En el Congreso (I) todavía no hay una contestación organizada contra Rajiv, tanto por lo incipiente de la crisis como por el temor a la celebración de unas elecciones que, dados los precedentes, sólo auguran un fracaso. Afortunadamente para el primer ministro, la oposición, fraccionada en 15 partidos no aparece como una alternativa creíble, y aún quedan más de dos años para la celebración forzosa de nuevos comicios. En medios cercanos al primer ministro se considera que lo peor ya ha pasado y que Rajiv Gandhi, con la experiencia acumulada en este tiempo, está en condiciones de restañar las heridas infligidas a la moral del sais y hacerse perdonar.

Por lo pronto, las conmemoraciones de la independencia abren un cielo que va a durar dos años y que se cerrará, en noviembre de 1989, con la celebración del centenario del nacimiento de Nehru, un mes antes de la realización de nuevos comicios. Rajiv deberá aguzar el ingenio para acompañar con pan este circo.

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