La confusión de Reagan
EL DISCURSO que el presidente norteamericano Ronald Reagan pronunció en la madrugada de ayer desde la Casa Blanca está construido para dar una ocasión de que se salde el Irangate y la estampa presidencial sobre la base de que no fue informado nunca del fondo de la cuestión porque estaba protegido contra la verdad por sus colaboradores, y esta protección es mala intrínsecamente: el presidente debe saberlo todo para asumir su responsabilidad plena ante el pueblo. Todo el tono del discurso a la nación es el de dar por terminado el asunto, que dura desde el mes de noviembre y ha resquebrajado totalmente su Ádministración: se trataría ahora, dice, de proseguir los 17 meses que le quedan de mandato para que resulten productivos y prósperos". No es tan fácil.Sin embargo, es una tesis que sólo se puede aceptar desde un profundo deseo de terminar el embrollo y dejar el pequeño castigo para los pequeños héroes sacrificiales que actuaron por su cuenta. Y aun así, quedaría una enorme intranquilidad: la de imaginar a esos personajillos de la temida cepa patriótica actuando por su cuenta desde el Consejo Nacional de Seguridad en un mundo plagado de guerras, guerrillas, contra y grandes armas para todo. Pero Reagan presidió personalmente las sesiones del consejo y asistió a las discusiones bastante violentas en las que el secretario de Estado para la,Defensa, Caspar Weinberger, y el de Estado, George Shultz, arguyeron en contra de la venta de armas a Irán, mantuvieron la doctrina anterior establecida por el propio Reagan de no mantener negociaciones de ninguna clase con terroristas la Operation Staunch, de to stanch, restañar la sangre de una herida-, y discutieron vivamente -a veces en el propio despacho del presidente- con el director de la CIA y con el almirante Poíndexter. Si es.que hemos de creer las declaraciones de todos ellos ante la comisión del Congreso, lo único que parece real es que Estados Unidos vendió las armas a Irán a cambio de la liberación de rehenes, y que el dinero obtenido fue enviado subterráneamente a los contra de Nicaragua; fuera todo ello de las cuentas de la nación, de la autorizáción del Congreso, de la legalidad vigente. Y, según el propio presidente, engañándole a él mismo, aunque estuviera presente en las discusiones. Lo cual podría suponer una incapacidad notoria de ese mismo presidente para dirigir la política de su país durante un ano y medio en el que se esperan actos trascendentes, y entre ellos la negociación con la Unión Soviética sobre desarme y sobre retirada global de zonas de influencia y puntos de fricción.
La noción que queda flotando es la de que, en efecto, Reagan atiende las funciones de su cargo con poca seguridad en sí mismo y en lo que está sucediendo. En el mismo discurso se ha guardado muy bien de decir cuál hubiese sido su actitud en el caso de que se hubiera enterado del fondo de la operación; con lo cual protege a los que serían culpables pero le han protegido a él. No tanto al ocultarle la verdad, sino al declarar que no estuvo atento a ella (Weinberger le ha descrito como silencioso y apenas interesado en las discusiones, y cuando hablaba era difícil llegar a saber cuál era su verdadero punto de vista). En cuanto a lo que ha sucedido, y no hay garantías de que no siga sucediendo, es la impresión de que en centros vitales de la seguridad, que es tanto como decir de la guerra y la paz, nadie sabe lo que hacen sus subordinados, nin guno de ellos quiere que el presidente o los miembros del Gobierno se enteren de lo que está haciendo, y algunos de los titulares de cargos menores, pero decisivos, se consideran salvadores de la patria y de los valores occidentales; y hasta, como en el caso del te niente coronel North, son capaces de convertirse en héroes populares asumiendo la ilegalidad de sus ac tos. El presidente Reagan no ha borrado, con su discurso, esta mala impresión: la ha abonado. Su pensamiento sigue siendo confuso. Puede ser que así ejercite su voluntad, pero si lo hace en contra de ella resulta aún peor.
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