El problema tártaro
La manifestación de 400 tártaros de Crimea en la plaza Roja constituye sin duda un hito en la historia de la perestroika (reconstrucción) llevada a cabo por Mijail Gorbachov. Por primera vez, la iniciativa de la manifestación no ha venido ni de lo alto ni de individuos aislados. Los 400 manifestantes llegaron por su cuenta y riesgo a Moscú a finales de julio para reclamar una audiencia a Gorbachov. Albergados por sus compatriotas residentes en la capital, habrían podido ser localizados fácilmente por la policía después de su primera manifestación y vueltos a enviar a sus hogares en el lejano Uzbekistán. Pero esta vez -y esto constituye un feliz precedente- las autoridades han renunciado desde un principio a la represión. Tres días después, los tártaros se han manifestado pacíficamente en un rincón de la plaza Roja, entre la basílica de San Basilio y la puerta del Kremlin. Fueron rodeados, desde luego, por un cordón policial, pero se les invitó igualmente a enviar una delegación al presidente del Soviet supremo.Tras muchas vacilaciones y no pudiendo recusar al presidente de la URSS como interlocutor, una veintena de manifestantes, conducida por su portavoz Rechat Djemilev, fueron a esta cita en la cumbre. Duró dos horas: se trataba, desde luego, de una discusión y no de un encuentro puramente formal. Sin embargo, los delegados tártaros declararon su insatisfacción, durante una conferencia de prensa, con las promesas del jefe del Estado soviético. Gromiko les recibió con todos los respetos y les pidió que esperaran las conclusiones de una comisión gubernamental compuesta por nueve personalidades de primera línea que les hará justicia. Pero los tártaros de Crimea esperan desde hace demasiado tiempo. Se encuentran en el límite de su paciencia. ¿Qué van a hacer y qué pueden esperar en último término?
Su historia, particularmente trágica, está unida, al mismo tiempo, a las peripecias de la guerra y a los excesos de la represión de Stalin. En la primavera de 1944, este último decide castigar a algunos pueblos del norte del Cáucaso y a los tártaros de Crimea por su colaboración con el ocupante alemán. Los chechenos, que al no haber sido ocupados jamás no habían podido colaborar materialmente, figuran en la lista de los deportados junto con los kalmukos, los karjises, los balkares y los inguches. La deportación se organiza como una operación de guerra por sorpresa en plena noche y el transporte de los deportados se efectúa en condiciones que superan lo imaginable. Lo sabemos gracias a Nikita Jruschov, que en el XX Congreso del PCUS, en 1956, acusó a Stalin de haber expuesto a estos pueblos "a la miseria y al sufrimiento".
Olvido inexplicable
En su requisitoria, pronunciada a puerta cerrada, Jruschov ha olvidado inexplicablemente a los tártaros de Crimea. Dos años antes, en 1954, había incorporado su antigua región autónoma a la república de Ucrania y aparentemente no quería reconsiderar esta decisión. De este modo, los deportados caucasianos, después de su informe secreto de 1956, pudieron recuperar sus hogares y obtener de nuevo una representación política, pero no así los tártaros, ya que se consideró que debían permanecer para siempre en las lejanas repúblicas asiáticas. Y estos pueblos, abandonados a su suerte, se baten justamente desde hace ya 30 años por el derecho de regresar a las tierras que les pertenecen desde hace ya nueve siglos.
¿En qué consiste realmente la culpabilidad de los tártaros? ¿Fueron los alemanes quienes les hicieron caer en el espejismo de recuperar su gloria perdida? La agencia Tass, en un texto que pretende ser objetivo pero que disgustó mucho a los manifestantes de la plaza Roja, recuerda que durante la ocupación de Crimea se celebró en Sinferopol un congreso musulmán que formó un gobierno tártaro con Assan Belial como nuevo jan. Pero, precisa el texto de Tass, otros tártaros combatían en las filas del Ejército Rojo y se hicieron dignos de las más altas distinciones de la Unión Soviética. Vemos que se puede hablar, por tanto, de una guerra civil entre los habitantes de Crimea y no de una traición colectiva. A partir del 5 de septiembre de 1967, el Soviet Supremo restableció todos los derechos constitucionales de los tártaros y ya no pesa ningún oprobio sobre ellos. Pero de los 400.000 o 500.00 tártaros existentes -no se dispone de datos exactos-, sólo 20.000 han podido volver a Crimea, donde no son más que una pequeña minoría nacional en su propio país.
Mientras tanto, desde la época de Jruschov, la civilización del ocio se ha desarrollado particularmente en la URSS y los veraneantes del Norte han descubierto que los lugares más hermosos del mar Negro no se encuentran junto a Sotchi, playa preferida de Stalin, sino en la Crimea tártara. Y de repente Koktebel pasó a ser el Saint-Tropez de la elite moscovita, seguida de cerca por Sytuk, Gaïa y otras ciudades con nombres igualmente tártaros que son consideradas como las perlas de la costa. El turismo es una industria muy lucrativa no hay que extrañarse de que la población de Crimea -frente a otras regiones habitadas por- los eslavos- se halle en expansión permanente. Ahora cuenta con una población cercana a los tres millories de personas.
Es muy probable que Andrei Gromiko haya expuesto estos datos demográficos a la delegación de los tártaros y quizá les haya propuesto otras formas de indemnización, pero en vano. Las grandes injusticias marcan a quienes las han sufrido y no pueden aceptar las medias tintas. Los tártaros quieren su República autónoma de Crimea, pero son conscientes de que en ella serán minoritarios. Su manifestación en la plaza Roja molestó a algunos moscovitas xenófobos, pero en cambio otros, según testimonios dignos de fe, les han defendido y animado. Durante los 30 años que dura su batalla, desde 1956, han seguido beneficiándose del apoyo de los demócratas rusos, y es precisamente gracias al general Piotr Grigorienko por lo que se conoce más en el mundo su calvario. Dicho militar, miembro del PCUS, se convirtió en disidente tras haber descubierto la verdadera historia de la deportación de los tártaros.
Otros, que ya hoy día no corren los mismos riesgos, han tomado el relevo. Pravda, en su número del 24 de julio, señala que ciertas personalidades del mundo cultural han escrito al Soviet supremo para apoyar las reivindicaciones de los tártaros sobre su antigua región, de Crimea. Entre los firmantes se encuentran los nombres de Seruei Baruzdin, director de la revista Drujba Narodov; los poetas Evtuchenko y Okudiava, y el novelista Anatol Pristavkin. Este último ya la primavera pasada había roto el tabú sobre la historia de la deportación de los pueblos traidores de 1944, dedicándoles una muy notable novela: Una noche en la nube dorada (*).
Los tártaros no dejaron del todo Moscú. Se reunían en el parque de Izmaïlovo -célebre desde que Breznev envió bulldozers contra una exposición de Pintura- para decidir nuevas acciones. Algunos proponían -una huelga de hambre en una iglesia de la capital o, más sencillamente, continuar con la manifestación. Pero su tentativa de hacer una marcha de protesta el jueves pasado fue desbaratada por la presencia de un imponente dispositivo de las fuerzas del orden. Es evidente que su protesta crea una división suplementaria en la clase dirigente soviética, donde los conservadores temen que los descontentos de otras capas sociales, aprovechándose de este precedente, acudan a manifestarse a su vez, a la plaza Roja, hasta hace poco inaccesible. Es el comienzo de un debate contradictorio que está a punto de transformar las viejas costumbres políticas de los soviéticos.
La acción de esta novela se desarrolla en Chechenia y no en Crimea, pero las condiciones de la deportación masiva eran más o menos idénticas en todas partes.
Traducción:
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