El inmenso placer de hacer de gendarme
Probablemente sea una secuela, ciertamente tardía, del asunto de Riaño. Quizá sea consecuencia de que estemos en el Año Europeo del Medio Ambiente y de alguna forma se quiere que nos sumemos a él de manera algo más sustancial que la de editar, como es costumbre, el preceptivo informe. Pero el caso es que se ha oído, e incluso leído, que el Gobierno español va a prestar bastante más atención a los problemas de la ecología, campo éste, como tantos otros, perdido o sepultado por los objetivos de la macroeconomía, que, como todo el mundo sabe es, casi, lo único que importa. Nunca es tarde si la dicha es buena, y no cabe duda de que en este caso lo es. De modo que toca obrar en consecuencia. Y empezando por donde los socialistas entienden que hay que comenzar las cosas. O sea, con la introducción en el código penal del delito ecológico. De entrada, modificando la legislación y endureciendo las penas. Como ya va siendo costumbre, la reforma bien entendida tiene que pasar antes por el BOE. Parece que aquí lo que verdaderamente importa es la modificación previa de la norma. El espíritu que la impregna llegará después y, normalmente, por añadidura. Los millones de votos perdidos no han sido lección suficiente para que el PSOE aprenda que, sin previo drenado social, algunos de sus legítimos objetivos no tienen posibilidad de ser alcanzados. Ni comprendidos ni, mucho menos, asumidos. No se acaba de entender que el garrotazo y tente tieso debería ser el punto final, nunca el de partida, en cualquier filosofía política de índole progresista.Sin embargo, uno de los grandes descubrimientos de los socialistas en el poder es el inmenso placer de actuar como gendarmes. Partiendo del presupuesto, por otra parte real, de que en este país había que dignificar el concepto de autoridad, deteriorado por su bastardo origen durante la dictadura y su uso abusivo, se ha llegado a la conclusión de que no hay mejor modo de arreglar algunos asuntos, si no con la represión pura y simple, sí al menos con el endurecimiento, por un lado, de la norma legal y, por otro, con el máximo rigor en su aplicación. Lo cual, en principio, podría ser una opción perfectamente válida... si no fuese porque, entre otras cosas, se olvida a menudo que quien va a aplicar y hacer cumplir esa norma no suele estar precisamente educado en las sólidas costumbres y tradiciones de una democracia secular. Los ejemplos podrían multiplicarse desde los ámbitos de la política fiscal, pasando por la aplicación de la llamada ley antiterrorista y hasta llegar al comportamiento con el ciudadano de algunos guardias urbanos. Este país se nos ha llenado de gendarmes (inspectores de Hacienda, funcionarios, conserjes, policías, guardias de seguridad, porteros, serenos, concejales, alguaciles y un largo etcétera) imbuidos de un concepto sacral e indiscutible de su cargo y del ejercicio anejo de la autoridad pero a los que nadie parece haberse preocupado de explicar cuáles son las imprescindibles contrapartidas de ese ejercicio en un país democrático, colectiva e individualmente formado por ciudadanos y no por súbditos o delincuentes en potencia. Por eso, cuando se oye hablar de algunas reformas jurídico-penales hay razones sobradas para echarse a temblar. Y no sólo a veces por la letra de la ley, que también, sino por quiénes van a ser los encargados de que aquélla se cumpla.
Este país, el nuestro, tenía hasta ahora un cierto, por llamarlo así, equilibrio ecológico que compensaba algunas obvias y elementales deficiencias y carencias (en los servicios públicos, sin ir más lejos) por cierta tolerancia en la aplicación de algunas normas. Las carreteras no eran buenas, los trenes llegaban con retraso; la sanidad, un desastre; la policía, esencialmente represiva; la justicia, lenta y cara; la educación, un caos. Pero se pagaban menos impuestos y la autoridad hacía, como suele decirse, la vista gorda ante ciertas pequeñas infracciones, por otra parte propias de un país de nuestras características e idiosincracia. No era, ni mucho menos, la situación ideal. Pero hacía relativamente habitable, soportable, o compensatoria, según se mire, la siempre cruda realidad. Llegó el anuncio de la modernización y nada que objetar a ello. Todo lo contrario. Pero convendría que: aquélla se contemplase de manera más horizontal y no sólo desde las ramas de las modificaciones, penales o haciendo del principio de autoridad norma suprema de conducta. Y, sobre todo, teniendo en cuenta con qué mimbres se está construyendo la cesta. Es justo, equitativo y solidario que cada día paguemos más impuestos. Y desde anteayer. Lo es menos que se nos prometa que las cosas van a funcionar en 1992 o en el siglo que viene. Está bien dotar a la autoridad competente de la dignidad y la parafemalia que se merece. Pero siempre que esa competencia no se dé por supuesta y por añadidura. Lo que no vale por parte del poder es jugar a las duras sin abonar antes el terreno para quie el árbol dé frutos maduros. Todo el mundo está de acuerdo en que este país funcionaba mal. Los arreglos era, y son, imprescindibles. Pero el poder debería tener cuidado, para conservar el equilibrio, en mantener un cierto tipo de balanceo. Necesitamos gendarmes, qué duda cabe, que hagan cumplir la ley. Pero antes, éstos necesitan. saber qué lleva consigo ejercer la autoridad en una sociedad democrática. Y, sobre todo, procurando guardar ese sabio equálibrio ecológico con el que este pueblo nuestro, haciendo de la necesidad virtud, disculpaba algunos defectos. Defectos que aún subsisten, y parece que por muchos años. Para entendernos, y hablando en plata, lo que no se puede es aprobar deprisa y corriendo, y éticamente fuera de plazo, cuentas de 8.000 millones de pesetas y ser muy estricto con las infracciones, y la consiguiente multa, de la ORA. Ni hacer modificaciones en la letra pequeña del impuesto sobre la renta, que hacen a los ciudadanos pagar más que en años anteriores y seguir ad inflinitum con los mismos accesos a Madrid. Caer en la tentación de hacer sólo de gendarme puede acarrear un inmenso placer. Pero antes hay que entender que la modernización, esta, vez sí, tiene que comenzar desde la ejemplaridad, el rigor y la eficacia del poder. Mientras tanto, aquí, o nos modernizamos todos a la vez o ese delito ecológico que quiere introducirse en el ordenamiento legal tendirá que abarcar un ámbito más amplio que los atentados contra el medio ambiente. La ecología, entendida como equilibrio, tendrá necesariamente que entrar también en el campo de la política. Almenos mientras este país no sea a todos los niveles Suecia.
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