Hacia el Perú totalitario
La decisión del Gobierno de Alan García de estatizar los bancos, las compañías de seguros y las financieras es el paso más importante que se ha dado en el Perú para mantener a este país en el subdesarrollo y la pobreza y para conseguir que la incipiente democracia de que goza desde 1980, en vez de perfeccionarse, se degrade, volviéndose ficción.A los argumentos del régimen según los cuales este despojo (que convertirá al Estado en el amo de los créditos y de los seguros y que, a través de los paquetes accionarios de las entidades estatizadas, extenderá sus tentáculos por innumerables industrias y comercios privados) se lleva a cabo para transferir aquellas empresas de un grupo de banqueros a la nación, hay que responder: "Eso es demagogia y mentira". La verdad es ésta. Aquellas empresas son arrebatadas -en contra de la letra y el espíritu de la Constitución que garantiza la propiedad y el pluralismo económico y prohíbe los monopolios- a quienes las crearon y desarrollaron, para ser confiadas a burócratas que, en el futuro, como ocurre con todas las burocracias de los países subdesarrollados sin una sola excepción, las administrarán en provecho propio y en el del poder político a cuya sombra medran.
En todo país subdesarrollado, como en todo país totalitario, la distinción entre Estado y gobierno es un espejismo jurídico. Ella sólo es realidad en las democracias avanzadas. En aquellos países, las leyes y constituciones fingen separarlos y también los discursos oficiales. En la práctica, se confunden como dos gotas de agua. Quienes ocupan el gobierno se apoderan del Estado y disponen de sus resortes a su antojo. ¿Qué mejor prueba que el famoso Sinacoso (Sistema Nacional de Comunicación Social), erigido por la dictadura militar y que, desde entonces, ha sido un dócil ventrílocuo de los gobiernos que la han sucedido? ¿Expresan acaso, en modo alguno, esa cadena de radios, periódicos y canal de televisión, al Estado, es decir a todos los peruanos? No. Esos medios publicitan, adulan y manipulan la información exclusivamente en favor de quienes gobiernan, con olímpica prescindencia de lo que piensan y creen los demás peruanos.
La ineficiencia y la inmoralidad que acompañan, como su doble, a las estatizaciones y a las nacionalizaciones, se originan principalmente en la dependencia servil en que la empresa transferida al sector público se halla del poder político. Los peruanos lo sabemos de sobra desde los tiempos de la dictadura velasquista, que, traicionando las reformas que todos anhelábamos, se las arregló, a fuerza de expropiaciones y confiscaciones, para quebrar industrias que habían alcanzado un índice notable de eficiencia -como la pesquería, el cemento o los ingenios azucareros- y hacernos importadores hasta de las papas que nuestros industriosos antepasados crearon para felicidad del mundo entero. Extendiendo el sector público de menos de 10 a casi 170 empresas, la dictadura -que alegaba, como justificación, la justicia social- acrecentó la pobreza y las desigualdades y dio a la práctica del cohecho y el negociado ilícito un impulso irresistible. Ambos han proliferado desde entonces de manera cancerosa, convirtiéndose en un obstáculo mayor para la creación de riqueza en nuestro país.
Este es el modelo que el presidente García hace suyo, imprimiendo a nuestra economía, con la, estatización de los bancos, los seguros y las financieras, un dirigismo controlista que nos coloca inmediatamente después de Cuba y casi a la par con Nicaragua. No olvido, claro está, que, a diferencia del general Velasco, Alan García es un gobernante elegido en comicios legítimos. Pero tampoco olvido que los peruanos lo eligieron, de esa manera abrumadora que sabemos, para que consolidara nuestra democracia política con reformas sociales; no para que hiciera una revolución cuasi socialista que acabara con ella.
Porque no hay democracia que sobreviva a una acumulación tan desorbitada del poder económico en manos del poder político. Si no, hay que preguntárselo a los mexicanos, país donde, sin embargo, el Estado no dispone de un sector público tan vasto como el que usufructuará el gobierno aprista una vez que se apruebe la ley de estatización.
Su primera víctima será la libertad de expresión. El gobierno no necesitará proceder a la manera velasquista, asaltando, pistola en mano, los diarios, estaciones de radio y de televisión, aunque no se puede descartar que lo haga: ya hemos comprobado que a sus promesas se las lleva él viento como si fueran plumas, ecos... Convertido en el primer anunciador del país, bastará que los chantajee con el avisaje. O, que, para ponerlos de rodillas, les cierre los créditos, sin los cuales ninguna empresa puede funcionar. No hay duda que, ante la perspectiva de morir de consunción, muchos medios optarán por el silencio o la obsecuencia los dignos, perecerán. Y cuando la crítica se esfuma de la vida pública, la vocación congénita a todo poder de crecer y eternizarse tiene cómo hacerse realidad. De nuevo, la ominosa silueta del ogro filantrópico (como ha llamado Octavio Paz al PRI) se dibuja sobre el horizonte peruano.
El progreso de un país consiste en la extensión de la propiedad y de la libertad al mayor número de ciudadanos y en el fortalecimiento de unas reglas de juego -una legalidad y unas costumbres- que premien el esfuerzo y el talento, estimulen la responsabilidad, la iniciativa y la honestidad, y sancionen el parasitismo, el rentismo, la abulia y la inmoralidad. Todo ello es incompatible con un Estado macrocefálico donde el protagonista de la actividad económica será el funcionario en vez del empresario y el trabajador; y donde, en la mayoría de sus campos, la competencia habrá sido sustituida por un monopolio.
Un Estado de esta índole desmoraliza y anula el espíritu empresarial y hace del tráfico de influencias y favores la profesión más codiciable y rentable. Ese es el camino que ha llevado a tantos países del Tercer Mundo a hundirse en el marasmo y a convertirse en satrapías.
El Perú está todavía lejos de ello, por fortuna. Pero medidas como ésta que crítico, pueden catapultarnos en esa dirección. Hay que decirlo en alta voz para que lo oigan los pobres -que serán sus víctimas propiciatorias- y tratar de impedirlo por todos los medios legales a nuestro alcance. Sin atemorizamos por las inventivas que lanzan ahora contra los críticos del gobierno sus validos en la Prensa adicta ni por las masas que el partido aprista, por boca de su secretario general, amenaza con sacar a las calles para intimidar a quienes protestamos. Ambas cosas son inquietantes anticipos de lo que ocurrirá en nuestro país si el gobierno concentra en sus manos ese poder económico absoluto que es, siempre el primer paso hacia el absolutismo político.
Ciudadanos, instituciones y partidos democráticos debemos tratar de evitar que nuestro país -que padece ya tantas desgracias- se convierta en una seudo democracia manejada por burócratas incompetentes donde sólo prosperará la corrupción.
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