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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El acuerdo de la discordia

LAS ESPADAS del pacto social quedan en alto tras el aplazamiento hasta septiembre de los contactos entre el presidente del Gobierno y los interlocutores sociales. Haría falta que se produjese un profundo cambio en las actuales posiciones para que los contactos aplazados puedan llegar a celebrarse, pero no hay que descartar tal posibilidad si unos y otros aprovechan agosto para resolver buena parte de las incomprensiones habidas hasta ahora.El proceso de pacto social ha sido, en el fondo y hasta en la forma, un auténtico diálogo de sordos. Las posiciones de partida entre los sindicatos, por un lado, y el Gobierno, por otro, están claramente enfrentadas en tomo a la manera de celebrar las sesiones. Las centrales, una vez celebrada la primera reunión tripartita (Gobierno, sindicatos, patronal) se mostraron contrarios a ella y partidarios de que el resto de la concertación se hiciera, fundamentalmente, con negociaciones a dos bandas (Gobierno y sindicatos, Gobierno-patronal o patronal- sindicatos). Por su parte, el Gobierno defendió que los encuentros siguieran siendo tripartitos y la patronal se colocó de este lado, avisando que no consideraría las reuniones bilaterales como concertación.

Pero nadie ignora que el debate no se refiere únicamente al método negociador. Los sindicatos defienden que el modelo de concertación propuesto por el presidente del Gobierno ha sido superado y sus frutos ya conocidos. Rechazan el modelo de gran acuerdo para varios años, escarmentados de otros en los que la foto de la firma ha sido casi su único activo. Sindicatos y Gobierno, especialrnente, puesto que la patronal parece haberse quedado a la espera, están enzarzados en una pelea supuestamente metodológica. Cuando el país necesita eficacia y resolución no se puede obtener sino una penosa impresión de esta polémica.

Efectivamente, el Gobierno necesita el pacto y hacer alarde de él para recuperar la iniciativa política y su papel de demiurgo. Por su parte las centrales desean mantener su protagonismo social y no desean correr el riesgo de que firmando un acuerdo pasen temporalmente a un segundo plano. Se trata de dos querencias clientelistas o electoralistas fáciles de entender, pero no del todo fáciles de compartir como ciudadanos.

El nuevo esfuerzo del presidente González para atraer a los sindicatos a una reunión tripartita, proponiéndoles, además de todo lo ya prometido, el diseño de una pólítica de empleo juvenil, muestra su necesidad y vivo interés por el pacto. Realmente es difícil encontrar un aspecto socieconómico al que el presidente haya negado su voluntad de negociación. Por negociar, ha llegado a proponer la negociación de la inflación, ante el estupor de los expertos. Pero los sindicatos ni aun así han cedido.

Con el pacto, el Gobierno, tras la costosa experiencia electoral del primer semestre, busca neutralizar los riesgos de nuevos conflictos sociales. Sin duda, el Ejecutivo ha aprendido la necesidad de dialogar, negociar y pactar, y eso es una mejoría en su patología absolutista. Pero además, en lo que se refiere a un pacto con las representaciones patronales y obreras, el Gobierno propugna las indudables ventajas que para el crecimiento económico y el empleo se derivarían de un acuerdo que viniera a consolidar la buena coyuntura económica actual y multiplicara las oportunidades de esta tendencia. Hace más de 15 años. que España no vislumbraba una situación tan favorable para su expansión productiva. Entre los países de Europa, España reúne las condiciones de dinamismo social que se envidian hoy a los italianos y un mercado sin explotar que le acerca al codiciado porvenir inversor que se dibuja, a más distancia, en el horizonte de los portugueses. Por condiciones de infraestructura, por cualificación de mano de obra, por demografía y geografía, por integración política general, España se define hoy internacionalmente como el país civilizado con mayor potencial de expansión a medio plazo. Que el Gobierno, sean cualesquiera sus propios beneficios circunstanciales, quiera preservar este momento dulce llamando al acuerdo no puede considerarse abominable.

El nuevo desaire sindical que acaba de encajar el presidente González era, con todo, de esperar. Las direcciones de las centrales sindicales no quieren atarse las manos en un acuerdo largo. Prefieren man tener, como este año, una vigilancia reiviridicativa más pugnaz y una libertad crítica que les ha beneficia dopolíticarnente. Es comprensible esta actitud, pero a la vez, con ella, los dirigentes sindicales pueden es tar atendiendo a lo más contingente y desdeñando lo importante. Es decir, pueden estar repitiendo una táctica vindicativa que, por su clase y oportunidad temporal, no sea la mejor para sus afiliados. En verdad, pocas ocasiones como ésta fueron más propicias a los sindicatos para obtener ventajas de clase. Cierto que son más espectaculares las conquistas y parecen más heroicos los éxitos cuando se obtienen mediante las movilizaciones callejeras, pero es posible, dada el escenario político actual, la disposición gubernamental y el momento empresarial, que el método más eficaz y sustancioso pase por las conversaciones en torno a una mesa.

La decisión de Felipe González de retrasar hasta septiembre los nuevos intentos de negociación puede ayudar a templar los ánimos y a despejar las posiciones. Que en la actualidad algunas partes de la potencial negociación, sindicatos, patronal y Gobierno, abunden en suspicacias y dicterios evocando épocas pasadas, más suena a una representación que a una cabal asunción de responsabilidades. En la admisión de intereses contrapuestos no tiene por qué encontrarse implícita la fatalidad de la lucha. La estabilidad social, el crecimiento económico, una justa repartíción de las cargas y los beneficios, deben hallarse en los postulados generales de una negociación que reúna a líderes con voluntad de preparar un mejor futuro para todos. Partiendo de estas bases es poco sensato, o consecuencia de una dignidad mal entendida, rehuir la colaboración para el pacto.

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