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DANZA

Neumeir, con el misterio mariano, en Aviñón

John Neumeir, coreógrafo norteamericano y actual director del Ballet de Hamburgo, ha vuelto a crear para el Ballet de la ópera de París una superproducción, y también ha vuelto a la música de Bach, esta vez al Magnificat, componiendo una obra de dos horas de duración a partir de otros fragmentos corales del compositor alemán. Esta coproducción con el festival de Aviñón ha sido el plato fuerte de este año en danza, donde la oferta es sensiblemente menor que en años anteriores.

El Cour d'Honneur, patio central del palacio de los papas, es tradicionalmente un espacio ingrato para la danza y suele decirse que se come a los bailarines. Neumeir, consciente de esto, ha recurrido a una monumentalidad escénica, que a veces es eficaz y a veces no. La obra está redactada en función del ya consumado lanzamiento de esa generación de estrellas jóvenes del Ballet de la ópera de París, encabezada por Sylvie Guillem, una chica llena de condiciones risicas pero fría. Neumeir ha manifestado a varios periodistas que no ha quedado totalmente satisfecho con el resultado y que no se sintió cómodo en el trabajo con algunos bailarines de la ópera. Esto salta a la vista, pues la rígida educación del palacio Garnier contrasta con una pretendida liberación del lenguaje académico que en alguna medida propugna el ecléctico coreógrafo de Milwaukee.

Estrella de la noche

La verdadera estrella de la noche es Marie Claude Pietragalla, que ha conectado mucho más con un Neumeir contradictorio entre el neoclasicismo histórico y una cierta renovación que pasa por su propia experiencia de escuela americana. La Pietragalla aparece descalza, evoca pasos de Graham y hace el personaje terreno, pues Magnificat va de mística, una contemplación del misterio mariano en todo momento, respetuosa con el canon católico, a pesar de que una prestigiosa crítica francesa ha hecho comparaciones con el filme de Godard sobre el mismo tema.Bach obliga a la velocidad y al seguimiento esclavo de la notación musical; este sometimiento produce en Neumeir un tono balanchineano que llega hasta el mimetismo con el genio ruso-norteamericano en el escueto vestuario diseñado por el propio coreógrafo.

Sylvie Guillem es una magnífica bailarina cuya juventud hace perdonarle el exceso de extensiones gratuitas (su actual biografía casi oculta que comenzó estudiando gimnasia), es bella, perfectamente clásica de línea y se siente arropada por todos, Nureyev incluido. Aunque su virtuosismo no llega al descaro, está claro que Neumeir, en todos los casos, ha realizado una sapiente explotación de los recursos técnicos e interpretativos de los solistas, que es el mayor problema de esta generación: algo que expresar desde sus rostros de más o menos perfecta anatomía.

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