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Una imagen fugaz de Gerardo Diego

"Ponga otro mambo en el gramófono, por favor", dijo, de pronto, una voz pocas veces oída: la de Gerardo Diego. El delicado musicólogo del soneto a Debussy -"sonidos y perfumes, Claudio Aquiles"- era callado como una corteza de árbol. La voz de mambo, el arcaísmo de gramófono, el trato de usted a la joven y gran primera actriz en cuya casa velábamos le hacían salir como de otro mundo. Velábamos a una joven poeta a la que en aquellos momentos se acusaba de falsedad, de impostura, a una Dama de soledad -título de su libro, premio Adonais- de la que se decía que era incapaz de escribir. Muchos sabíamos ya que lo denunciado era cierto, pero vigilábamos su escondite, su tribulación, su leyenda; y ella misma -ella sin versos- tenía un misterio, una dulzura, una angustia de muchacha acosada que valían más que un libro.Gerardo Diego sabía, sin duda, la verdad; pero defendía el misterio, y aun lo mantuvo en un artículo en el que demostraba semánticamente la naturaleza femenina del autor del libro -que, por cierto, no la tiene; o pueda tenerla ímpostada, como creador de un personaje.

Gerardo Diego seguía a la muchacha huida con el cortejo de sus amigos; fuera de sus ámbitos serenos -la Academia, el instituto, la conferencia-, por el mundo juvenil del mambo y otras cosas. Y si el ánimo decaía, o la encerrada se atribulaba un poco más -creía que tenía cerca la muerte: "Joven a la muerte voy", decía uno de sus poemas apócrifos, precisamente el de la mayor herida, el que contenía el acróstico que la llegó a perder-, Gerardo pedía a Elena Salvador: "Ponga otro mambo en el gramófono, por favor".

Fin de la aventura

Se nos terminó pronto la aventura -¿dónde está hoy Juanita García Norefia?-, y Gerardo volvió a su mutismo. Nunca más, cuando nos veíamos, volvimos a hablar de aquel misterio y de aquella caballería andante que nos mantuvo juntos durante varios días.

Hombre de soledad -estaba solo hasta en las tertulias-, habíamos podido contemplar durante un tiempo su transformación humana, la correspondencia de su tronco seco y como ido (como solfeando, o como rimando por dentro) con la hondura de sus poemas aparentemente más simples -el Romancero de la novia- o el latido pasional y vivo de los que, también aparentemente, eran más fríos -Fábula de Equis y Zeda-. Ya Gerardo volvió a ser el de siempre: el maestro a quien saludar en un concierto, a quien mirar entronizado en una tertulia, a quien felicitar por un premio; y a quien leer siempre, durante más de medio siglo; pero al final, descifrada ya la luz y el fuego que su tiesura fingida, su defensa en el silencio, sus desapariciones inadvertidas -"¿dónde está Gerardo?", se preguntaba la gente en la habitación donde un segundo antes le habían vistotrataban de ocultar, o de dejar sólo para sus versos o para el teclado del piano.

¿Dónde está Gerardo?, se puede preguntar ahora que, silenciosamente, se ha ido también. Está en los siglos que quedan de leer una poesía que fue de las más valiosas del veintisiete pero que había ido quedando apartada: tal vez por su timidez, tal vez por la inquietud de su adscripción política, tan lejana a la de su generación. Tan bella.

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