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Una duda hamletiana

El Gobierno, a través del ministro de Trabajo, Manuel Chaves, dice que no va a prorrogar la trianualidad de los contratos de trabajo. El ministro sabe bien, como experto laboral que es, que para prorrogar los contratos más de tres años, como medida de fomento del empleo, es necesaria una ley, puesto que el artículo 17.3 del Estatuto de los Trabajadores fija en tres años la duración máxima de tales contratos.De ello se deriva fácilmente que cuando el Gobierno habla, por boca del ministro, está expresando su voluntad política de no presentar ese proyecto de ley, por razones, desde luego, respetables.

Los empresarios, por su parte, expresan el deseo de la prórroga basándolo en el bien del empleo. Su mensaje es claro. Si no hay prórrogas, es fácil que haya despidos masivos, porque parece que los empresarios -que son en definitiva quienes contratan- no arriesgan seguir con el vínculo contractual si éste se transfigura. Porque transfiguración es que el vínculo temporal de tres años se convierta en indefinido por el paso de un día. La postura se basa en la ligazón empleo-flexibilidad contractual, que los empresarios valoran al máximo.

Los sindicatos, por su parte, y especialmente la Unión General de Trabajadores (UGT) -abanderada del tema-, manifiestan que hay dos razones fundamentales para oponerse a la prórroga de los contratos: una social y otra lógica. La social radica en que, en la actual situación de crisis de empleo, el contrato indefinido es una solución, parcial, pero solución al fin, de la penuria empleadora. Y la lógica se basa en que si un empresario emplea a un trabajador tres años es que ya está superprobado y además lo necesita en su estructura empresarial.

Llegados a este punto, el espectador o, mejor, el ciudadano -puesto que en este tema no se puede o es difícil ser neutral- se ve inmerso en la duda hamletiana. ¿Es bueno o es malo prorrogar los contratos temporales? ¿Se transformarán los temporales en fijos de plantilla o se quedarán en el paro?

La primera pauta de reflexión sobre el tema no puede dejar de ser filosófica. ¿Qué dosis de temporalidad en los contratos de trabajo admite nuestra sociedad? ¿Vamos a una sociedad sedentaria o a una sociedad itinerante?

Es una cuestión clave. Pensar que la empresa es una isla que nada tiene que ver con su entorno es una quimera. Pero si fuera tan sólo quimera, sería perdonable. Lo malo es que la quimera es un bumerán. Una sociedad laboral-itinerante en exceso es una sociedad inestable y traumatizada.

La dosis de temporalidad

Por tanto, es necesario para preservar la paz social encontrar la dosis precisa de temporalidad. Bajo otro aspecto, es difícil lograr un nivel aceptable de productividad sin polivalencia profesional y acercamiento a los objetivos empresariales; y eso no se logra con contratos de meses o de años contados.

Pero como contrapunto de lo dicho está la lógica de la realidad socioeconómica. La empresa, en los tiempos actuales, está sometida como nunca a los marcajes de la tecnología y del mercado. De ahí que no pueda -a veces- conciliar el binomio social-económico. Es más, en muchas ocasiones se hace perceptible el viejo axioma de que no todo lo socialmente deseable es posible en términos económicos. Pues bien, en tal tesitura surge con fuerza la temporalidad como solución flexible a los problemas económicos que debe afrontar la empresa para ser rentable y perdurable, en suma, empresa.

¿Eso es bueno? Creo que es maniqueo contestar que sí o que no, sin más. Bueno es y sería que hubiera trabajo para todos y que el trabajo fuera estable. Qué duda cabe. Pero si no lo hay, el trabajo, aunque sea temporal, no es denostable sin más. Lo que puede ser denostable es la temporalidad como axioma.

Y ahí vamos. En España descubrimos, con escrúpulos, la temporalidad contractual en 1980, por avatares de nuestro devenir político, cuando en Europa la llevaban concretando, en sede legislativa y convencional, desde 1973. Pero, una vez introducida como mal menor, nos hemos quedado a medio camino, y además un tanto vergonzante. No luz y sombra, que en definitiva retrata la vida, sino aborto de luz (o de sombra, según se mire), que resulta distinta cuestión.

Y digo esto porque el modelo diseñado por los distintos gobiernos ha sido el de un quiero y no puedo. Quizá haya faltado un debate en profundidad sobre el tema en cuestión: ¿contratos temporales? No se trata de un sí o un no, sino de hasta cuándo, con qué garantías, por qué y cómo. Porque el cómo -dicho sea de paso- tiene también su miga. Resulta que somos el país europeo con más modalidades -y facilidades- de contratos temporales, y a la vez el país europeo con una legislación más prolija y enrevesada sobre dicha modalidad contractual.

Llegados a este punto, quería hacer dos reflexiones recapituladoras sobre todo lo dicho. La primera, sobre la política seguida para el fomento de la contratación, y la segunda, sobre la filosofía de la duración de los contratos de trabajo.

Indudablemente que tanto el Estatuto de los Trabajadores como las normas que lo han desarrollado normalizan -y priman- el contrato indefinido. Pero, puesto en la balanza, pesan más las ayudas a la contratación temporal. Coincido con mi colega el profesor De la Villa cuando critica esa política, pues pienso que para un empresario el mejor estímulo y la mejor ayuda que puede recibir del Estado es que contrate en función de las necesidades y coyuntura de su empresa. El Estado -es decir, todos- se podría ahorrar miles de millones si no se subvencionara lo que no necesita ser subvencionado. Por el contrario, el carácter indefinido de los contratos sí que puede merecer atención monetaria. Soy de los que creen que un empresario no contrata por las ayudas, sino porque la legislación contemple su realidad y en definitiva porque pueda contratar de acuerdo con sus circunstancias.

Sé de ejemplos, en 1980, en que el Ministerio de Trabajo, ofreciendo el oro y el moro para la contratación de trabajadores en la provincia de Cádiz, no logró nunca una decena de empresarios aspirantes. Y es que no se contrata por lo que me den, sino por lo que necesite. Que además me dan más cosas, ¡bueno! Pero no es el tema.

Y así llegamos a la segunda consideración. El debate profundo -vía concertación social- está en la temporalidad-indefinición de los contratos. ¿Por qué tres años? ¿Por qué no dos o cuatro? Es un camino sin salida, porque si ahora se prorrogasen los tres en cuatro, ¿qué pasaría al final de los cuatro?; y así indefinidamente. Pero, por otra parte, que poner en la mesa el tres años o indefinido también es poco realista, pues puede ocurrir que el contrato de tres años necesite realmente prorrogarse, pero no de modo indefinido. Un mes, seis meses, un año .... puede ser lo necesario, pero eso no lo prevé la legislación. Pasados los tres años, o fijo de plantilla o al paro.

Por ello creo que ha de llegarse a primar los contratos indefinidos más que los temporales y a que éstos tengan carta de naturaleza no vergonzante, en función de las necesidades de la empresa, y con liberalidad en cuanto a sus formalismos. En definitiva, es empleo.

Juan A. Sagardoy Bengoechea es catedrático de Derecho del Trabajo.

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