Mar salada
En otros tiempos, antes de que se llenara de guerras, antes de que la VI Flota y sus alegres chicos con condón incorporado visitaran sus costas, el Mediterráneo tenía sirenas. Sí, sirenas. Que no eran forzosamente malas, como las que trataban de atraer al plasta de Ulises sin saber la paliza que les iba a caer como cediera a la tentación de visitarlas y contarles su odisea.Las sirenas, como todo ser mitológico, son buenas o malas en la medida en que quienes crean el mito lo utilizan para el bien o para el mal. A una le gusta creer en un Mediterráneo poblado de peces esmaltados en cuyas tripas habitaban duendecillos que sabían más que los humanos; por saber, hasta sabían que esa placidez marina un día u otro se les iba a acabar.
Es mucho mejor creer en ellos que hacerlo en Jonás, que entró en la ballena por razones de castigo bíblico y no estoy muy segura de que, una vez dentro, lo pasara medianamente bien. A lo peor, ni siquiera se enteró de que estaba en el Mediterráneo.
Pero las sirenas... Las sirenas que lanzaban su reclamo a los pescadores, a los piratas, a los aventureros, a los náufragos y a los navegantes solitarios; las sirenas perezosas que se recogían los cabellos de algas con peinetas de perlas y coral; las sirenas con cuerpo de escamas que no añoraban el sexo porque todo en ellas lo era; las sirenas de los cuentos infantiles y de las leyendas narradas a media voz junto a la playa, al calor de las fogatas al atardecer... Esas sirenas también conocían el destino de aniquilación que las esperaba, porque todo, y más que nada la inocencia, suele acabar, y mal.
Bueno, pues ni las sirenas más preclaras pudieron llegar a imaginar que algún día llegaría Gary Hart al puerto de Barcelona para comerse una paella, pasear por las Ramblas, participar en la III Conferencia sobre la Encrucijada del Área Mediterránea y, encima, ser entrevistado por Isabel Preysler, que como mucho es una de esas sirenas de cerámica que se ponen en las marisquerías para indicar la puerta del tocador de señoras.
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