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Tribuna
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Una reacción inexplicable

El signo más claro de la recuperación de España por los españoles, venturosamente lograda en los últimos años, ha sido, sin duda, la fijación inequívoca de la clave del poder en la soberanía nacional a través de una afirmación civilista. El momento decisivo para la transición fue el fracaso del último golpe militar (el famoso 23-F); su colofón, el resonante juicio que liquidó una dialéctica vinculada a aquél, la que, a lo largo de un siglo y medio, enfrentó en España el poder civil con el supuesto poder militar. En torno al famoso proceso dieron la batalla todas las Fuerzas atenidas nostálgicamente a la lamentable tradición española de los pronunciamientos militares, tradición sólo interrumpida, durante un cuarto de siglo, por el civilismo de la restauración canovista. En el juicio por antonomasia salió a colación un argumento agitado por, algunos de los defensores: cada pronunciamiento se justificó siempre en la cadena interminable de los pronunciamientos anteriores; si el 18 de julio de 1936 constituía una efé meride consagrada por la historia, el 23-F., suscitado como réplica a un panorama de lástimas similar (?) al que provocó el 184, debía merecer también honores paralelos, y convertir a los golpistas en beneméritos de la patria. Por supuesto, salvo los beneficiarios directos de nuestra lamentable guerra civil, nadie podía aceptar semejante argumentación, basada en un retorno al mito del franquismo; la gran virtud de la Monarquía democrática ha sido precisamente acabar con la dolorosa dicotomía España anti-España, abrazando en una reconciliación sin condiciones a todos los españoles. Quedó, sin embargo, incluso después de cerrado el proceso, un reducto al que siguieron aferrándose los nostálgicos de la dictadura: la exaltación de un concepto del Ejército entendido como instancia autónoma, por encima de las parcialidades políticas, y que, en cuanto depositario de la virtud objetiva, debía conservar la suprema función de "corregir y decidir", si es que un Gobierno no discurría por el buen camino. (Este argumento, utilizado allá en los años cincuenta del pasado siglo por el isabelino general Dulce, volvió a hallar cauce no hace mucho en la tesis doctoral de uno de los golpistas del 23-F.) Era la antítesis de la actitud mantenida por el general De Gaulle -precisamente un estadista de uniforme-, que, apenas lograda la "reconducción" del "golpe blando" amagado contra la IV República por el duro Ejército colonial en Argel, interpeló a quienes le hablaban del "poder militar": "¿Poder militar? ¿Qué es eso? En Francia no hay más que tres tipos de poder: el ejecutivo, el legislativo y el judicial". La madurez del Estado democrático español se ha puesto de manifiesto en el cambio de mentalidad y de conceptos, cada vez más evidente en nuestro Ejército (quiero decir, en la oficialidad y en los jefes de nuestro Ejército). Desde mi modestísimo rincón, algo contribuí a clarificar las cosas en un libro que hace dos años produjo cierto ruido, y que se titulaba, precisamente, Militarismo y civilismo en la España contemporánea. Se cerraba con esta frase: "No se trata de decidir en pugna entre un poder civil y un poder militar, sino de que todos los españoles, civiles y militares, acaten el único poder del que nace toda legitimidad: el que tiene su expresión en la soberanía nacional, tal como se refleja en las Cortes democráticas".Por eso he de confesar que me ha dejado estupefacto la destitución del general Losada, precisamente por proclamar de forma inequívoca la asimilación del principio en que se basa la ortodoxia democrática. Es evi dente que el general Losada no ha hecho, en modo alguno, una afirmación a favor de lo que presenta él mismo como caso extremo e impensable; se ha li mitado a manifestar que, aun llegados a tal supuesto, el deber del Ejército es acatar las decisiones adoptadas por las altas instituciones civiles. Si esta clarísima -y ortodoxa- postura es la que se sanciona, ¿quiere decirse que el papel del Ejército ha de ser otro? Cualquiera de duciría, en efecto, de la fulminante reacción del ministro, el siguiente corolario: si un militar es castigado porque afirma que se atendrá siempre a las decisiones del poder civil, ha de en tenderse que los militares deben buscar por otro lado el "punto de referencia": y desembocamos en los planteamientos del general Dulce (una cosa son las decisiones de las altas instituciones democráticas, y otra el deber de las fuerzas armadas). ¿Que es inoportuna la decla ración del general sancionado? ¿Por qué? Lo que en todo caso sería preciso y justo es que el poder civil claríficase los términos en que el supuesto extremo a que aquél se refería pudiera producirse, o plantearse; pero no adoptar la actitud del aves truz haciendo callar abrupta mente la formulación de un piro blema que ahí está. Y, desde luego, no puede ser lo mismo llamar al orden a aquel inifitar que intenta pronunciarse verbal mente frente a las decísiones o las orientaciones del poder civil, que castigar a quien discurre en. términos perfectamente ade cuados a la ortodoxia constitucional. Hasta ahora ninguna ley prohíbe a un militar contestar a un cuestionario de prensa; quizá quepa legislar en este sentido y aplicar esa legislación con efectos retroactivos. Pero tedo tiene sus límites.

Por mi parte, sigo entendiendo que sólo cabría felicitairse por los términos en que el general Losada expresó su acatamiento a la ortodoxia democrática, si ellos reflejan una nueva mentalidad por fin incorporada a los rangos de nuestro Ejércíto. Sería lamentable que la reacción del ministerio suscitase de nuevo confasionismos doride todo estaba ya muy claro.

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