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Un Richelieu tropical

Antonio Caño

Tranquilo y confiado, el general Manuel Antonio Noriega, de 49 años, recibe al enviado especial de EL PAÍS de pie, en medio de su despacho, entretenido con una pelotita que lanza hacia el aire y recoge después con su mano derecha. Es una actitud algo desafiante y algo forzada de este Richelieu tropical que conoce de cerca el poder, sabe utilizarlo y le gusta escenificarlo.Nadie podría decir al verlo y al escucharlo que este hombre pasó hace pocos días por la peor crisis desde que accedió, en 1983, a la jefatura de las Fuerzas de Defensa, el verdadero centro de decisión en Panamá. En el preludio de la entrevista, el general afirma, más sincero que arrogante, que él representa en estos momentos la única garantía de estabilidad en uno de los países estratégicamente más importantes del mundo.

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Se confiesa supersticioso y advierte que ha aceptado la conversación simplemente porque la anterior entre los mismos interlocutores, hace dos años, también en un momento difícil para él, le trajo suerte.

El decorado del despacho muestra cierta inclinación a lo esotérico, sobre todo la enorme pirámide llena de jeroglíficos que reposa sobre una estantería y el cuadro algo superrealista que adorna la pared del escritorio. Del techo cuelgan unos globos en forma de corazón.

No se puede decir que su permanencia en este cargo -el que por más tiempo lo ha ocupado de los tres que han pasado por él desde la muerte de Omar Torrijos, en 1981- se deba a la suerte. En los dos últimos años ha soportado con frialdad escalofriante la imputación de los crímenes más aberrantes que se puedan atribuir a un ser humano, desde la decapitación del opositor Hugo Spadafora hasta la muerte de Torrijos, de la que le culpó recientemente el coronel retirado Roberto Díaz Herrera.

En el poder se mueve como pez en el agua, sin importar sus limitaciones intelectuales; le sobra con el olfato y la audacia para mantenerse en él. Nadie le ha visto perder los nervios, aunque es creíble que, el que lo haya visto prefiera no recordarlo.

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Toda su astucia es recogida en una anécdota con un periodista cubano: ante la insistencia de ese reportero, el general accedió finalmente a concederle una entrevista, pero puso una condición: que incluyese una pregunta sobre los rumores de que la Agencia Central de Inteligencia (CIA) norteamericana podría estar detrás de la muerte de Torrijos. Cuando, mediada la conversación, el periodista cumplió con el pacto y formuló la cuestión, el general contestó: "Sin comentarios".

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