Cara y cruz del compromiso
La autora, que estuvo invitada al presente congreso de Valencia pero que tuvo que permanecer en Italia, atada por la actualidad política de su país, ha estado siempre en el lado de los intelectuales comprometidos. Su testimonio, por eso, es hoy más importante: ella cree que ya pasó el tiempo en que era preciso el compromiso.
Conozco dos versiones del compromiso de los intelectuales, y no quiero escandalizar a nadie si me parece que, en gran medida, están agotadas ambas.La primera es la que surge entre las dos guerras y pretende un conflicto socio-ideológido muy claro: por un lado están los pode res, de tendencia autoritaria y fascista, y por el otro, la masa de sujetos sociales que aparecen en la escena histórica, con reivindicaciones, con partidos y con una cultura de renovación o revolucionaria. En esta fase, el hombre de cultura, que es todavía relativamente raro y asume la forma de maitre à penser, toma posición por una de las partes (el Estado, el mantenimiento del status quo, la continuidad de un sistema de grandes y pequeños, de gobernantes y gobernados, del cual forma parte la aristocracia del saber o de la forma, reservados esencialmente a unos pocos) o por la otra (una democracia que implica una Jean Paul Sartre. transformación del sistema social y que por este motivo parece próxima al socialismo y al descubrimiento de las masas, la crítica a los poderes y a la manipulación de la mente a través de la cultura de masas y los medios de comunicación administrados por los poderes). De esta forma, entre las dos guerras e inmediatamente después, los grandes intelectuales son esencialmente antifascistas y de izquierdas: su papel se ve claramente en el congreso de escritores de París en el año 1935, preludio de los frentes populares, que tiene su corazón en España.
Después de la guerra estarán siempre más a la izquierda, testigos de una sociedad que debe cambiarse, con la intuición de que su cambio no sólo está en la lucha política: pienso en los dos más grandes -Jean-Paul Sartre, en Francia, y Heinrich Böll, en Alemania, que fallecieron a comienzos de los ochenta- y que sólo una polémica de mala fe puede definirlos simplemente como compañeros de viaje de la izquierda. Toda una escuela -la escuela de Francfórt-, emigra da desde Alemania a EE UU como consecuencia de las leyes racistas, tiene con los partidos tradicionales de la izquierda, es pecialmente con los comunistas y con las tendencias estajanovistas imperantes, muy malas relaciones; sin embargo, es difícil encontrar una crítica anticapitalista más aguda que la de los Adorno, Horkheimer, Marcuse.
Este tipo de intelectuales denuncia y da testimonio por aquellos que no tienen voz para hacerlo: los explotados, los oprimidos y, más tarde, los marginados. Ellos contribuyen a construir una cultura extendida de izquierdas sin más, o, en Alemania, a descorrer el manto de silencio que trata de cubrir a la sociedad erhardiana. En su mayoría se trata de literatos, críticos, filósofos, humanistas, historiadores, disciplinas que lindan con la ética.
Hacia finales de los años sesenta, este tipo de intelectual es sacudido por una doble crisis: positiva y negativa. Así, por lo me nos, las defino yo, que soy parte interesada. Positiva es la crítica que en 1968 hace en todas partes a las sociedades avanzadas, y, curiosamente, en China (en México es distinto), surge una polémica hacia el maitre à penser, viva y mordaz, que sigue válida y a la cual Michel Foucault daría un fundamento teórico. El gran intelectual comprometido, dirán los jóvenes exaltados de la contestación, forma parte de una aristocracia de los saberes y de los poderes que, si bien parece rechazarla (Sartre desprecia el Nobel), en realidad la engloba, la acepta, comparten el lenguaje, el amor por la forma, el saber y el gusto, la comunicación: se encuentra a la izquierda en vez de a la derecha, pero como los intelectuales de derecha, es él quien habla, se prodiga, instruye, reúne discípulos... La cultura siempre se vierte graciosamente desde arriba, ya a los ricos, ya a los pobres, desde las cátedras universitarias, desde los periódicos o a través del turismo cultural de los hoteles, de los congresos internacionales, a los que los intelectuales, siempre los mismos, se desplazan continuamente, con gastos pagados, fotografiados, entrevistados, mimados. Mil novecientos sesenta y ocho los enfrenta al discurso de figuras singulares que han encontrado una forma de expresión: el valor inalienable del yo, yo como todos, yo en la irrepetibilidad de mi vida, las vidas inconmensurables, una junto a la otra. En las primeras asambleas de 1968, el intelectual no estará en las cátedras, no será el primero en tomar la palabra: incluso desde la izquierda se cuestiona si debe hacer uso de ella, aun sin obtener privilegios Acerba crítica de la cual, molesto, se encoge de hombros recordando el poco saber de los contestatarios.
Recuperación sacra
Por el contrario, me parece negativa una recuperación totalmente sacra del intelectual-comprometido-único-con-la-verdad, frente a los errores de la izquierda. El viento ha cambiado, pero la izquierda europea se da cuenta tarde de esa crisis de los socialis mos reales que ya lleva varios decenios, pero que hace explosión en los años sesenta y setenta, en las guerras intercomunistas y en la lenta reacción occidental. Nace entonces el intelectual que, tirándose de los pelos, grita: "La izquierda es un error, la revolución es un horror. Lo digo yo que he creído en ellas". Una acción panfletaria, más o menos violen ta, crece así junto a los últimos pensadores anticapitalistas y de izquierdas (Sartre, Marcuse Böll, Schrieider, entre los más jóvenes). En Francia se llamarán nuevos filósofos, porque es un país con gran capacidad para las definiciones, pero se encuentran por todas partes: dan testimonio de que nada ha cambiado porque el solo movimiento de cambio lesiona la libertad de quien no quiere o no sabe. Los testimonios del Este, con Solyenitsin a la cabeza y Kundera más sutil, corren en su ayuda. En las sociedades de la mentira (los llamados Estados socialistas) y en las ideas mentirosas (todo el marxismo desaparece de repente), sólo el intelectual que ha sido compañero de viaje puede demostrar el alcance del error. La oleada neoliberal tiene a sus meditativos heraldos dominando todavía la escena. Son esencialmente un producto de finales de los años 70 y los 80.
Su testimonio tiene, sin embargo, con respecto al engagement (comprorniso) de los años treinta, menor dramatismo, por estar con y no contra la corriente. La soledad de su figura ya no se alza más sobre masas indiscriminadas y oprimidas. No han provocado la crisis de la izquierda, pero hablan de ella: si sus argumentos son más elaborados y pesimistas, su mensaje no es muy diferente del de cualquier editorialista de la gran Prensa del régimen. Simbólicamente, con Sartre también muere Aron.
Sin embargo, más allá de las historias personales, se han producido cambios de fondo, típicos de la segunda mitad del siglo. Las formas ideales e ideológicas de la conflictividad se han suavizado: la crisis concreta de la izquierda y de sus organizaciones conjuntamente con la de las sociedades del Este, ha quitado de en medio al intelectual comprometido para los oprimidos, desde Romain Rolland a Böll. Sólo queda un tipo de intelectuales comprometidos, el del nuevo conflicto que parece dominar a la sociedad, entre industrialistas y ecólogos, aquellos que ven inirilnente o posible una degradación del planeta y, por esa misma razón, están contra la energía nuclear tanto para uso pacífico como para la guerra, y aquellos que piensan, en cambio, que el desarrollo y el crecimiento exigen pagar un precio. Es el mayor Thompson, es el barco de Greenpeace, que hoy dan testimonio, poniendo en dificultades a los Gobiernos e influyendo sobre grandes masas de opinión.
Es aquí -dejando entre paréntesis las que pueden ser lagunas de su ideología, la respuesta no inmediata a esquemas sobre los cuales se había llevado a cabo, en los años treinta, el compromiso derecha-izquierdadonde estas culturas corresponden también a una ampliación de los sujetos culturales, a un menor gregarismo sobre las huellas de algunos grandes intelectuales. Aquí influye la existencia de una mayor cultura y el distanciamiento de la esfera política y la nueva composición de los intelectuales. Estos últimos son cada vez menos individualidades aisladas y cada vez más una capa de personas que trabajan en sectores diferenciados del conocimiento, en los cuales también encuentran grandes problemas éticos y de elección (el físico, sobre la energía nuclear; el biólogo, sobre los límites de la licitud de la ciencia; el geólogo y el agrónomo, sobre los límites de las modificaciones de la Tierra). Es como lo que Foucault llamaba el discurso del Estado, no en su aspecto puramente represivo, sino en su condición organizadora. Reglamentación de cierta amplitud y fundada sobre las competencias que establece, por primera vez en la historia, en gran medida, una unión intrínseca entre intelectual y acción, no sólo política (es decir, sobre las ideas), sino estatal o pública e incluso privada.
La figura del maître à penser, del intelectual comprometido auténtico, está muy determinada y puede ser ligeramente ridícula: los pastores son cada vez más, y el rebaño a conducir, cada vez más reducido. Queda de los años treinta y cuarenta la intuición de la escuela de Francfort, que, hoy por hoy, sugeriría apalear a los directores de las cadenas televisivas más que asaltar a una comisaría de policía.
En 1987, los intelectuales y el compromiso puede querer decir, me parece, la restitución a los que tienen medios para estudiar y saber del deber de estudiar y saber. Hablar menos y comprender más, no contentarse con las constataciones ya un poco pasadas de los teóricos de la sociedad en su conjunto. No podemos llegar más a Luhmann, o Lyotard, o Rawls, y deberíamos haber partido de su incipiente crisis, enfrentándonos un poco menos a nuestra gloriosa imagen pasada y un poco más a ¿para qué sirve un intelectual de los años ochenta? y ¿qué intelectual?, preguntas que dudamos en hacernos y que implican mucha humildad.
Traducción de C. Scavino.
Babelia
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