Panamá, en crisis
A PESAR de la declaración del estado de urgencia y de un despliegue extraordinario de la policía y fuerzas militares, las manifestaciones populares contra el general Manuel Antonio Noriega, jefe de las fuerzas armadas, se han sucedido durante una semana en las calles de Panamá. Uno de los detonantes de esta ola de protestas han sido las declaraciones del coronel Díaz Herrera, que, coincidiendo con su destitución como jefe del Estado Mayor, ha vertido imputaciones explosivas contra su superior, el general Noriega, acusándole del asesinato, en 1985, del doctor Hugo Spadafaro, antiguo gerrillero que llegaría a ocupar una cartera ministerial con Torrijos, e incluso de participar en la eliminación de este último, fallecido en accidente en 1981. Sin embargo, en la ulterior evolución de los acontecimientos, el caso del coronel Herrera ha quedado en segundo plano. Parece evidente que padece un estado mental patológico, y lo más aconsejable sería facilitar su salida de Panamá, acogiéndole, según su deseo, en España.Las manifestaciones de los últimos días reflejan que en las capas más diversas de la población se ha acumulado el enojo contra el Gobierno, y muy particularmente contra Noriega. El hecho evidente de que los partidos de derecha y de centro sean los que mueven hoy los hilos de la oposición, y los que podrían, por tanto, capitalizar cualquier eventual cambio, no puede disimular la realidad de que también en los barríos más pobres existe una protesta casi unánime contra el general. Los paros se realizan por iniciativa de sectores del empresariado, pero lo cierto es que la gran mayoría de los trabajadores se suma a ellos para protestar por una situación social desastrosa, de la que culpan en buenía parte a Noriega.
Esta situación atípica se explica por las condiciones en que quedó Panamá tras la desaparición de Torrijos. Aunque éste implantó las bases de un sistema civil de gobierno, la herencia de su caudillismo populista se tradilio en una influencia determinante del jefe del Ejército en las instituciones civiles. Y mientras el torrijismo combinó el poder de un jefe militar con una política nacionafista y socialmente avanzada, desde 1981 se ha producido un proceso degenerativo cada vez más evidente. En el caso del general Noriega, a una desmedida ambición de poder, que le ha llevado a provocar caprichosamente Cambios de presidentes, se une la utilización del cargo para enriquecerse en negocios privados. La política social ha desaparecido. Y el nacionalismo sólo subsiste como bandera frente a la oposición.
El gran éxito de Torrijos fue el tratado que firmó con Carter en 1977 y que obliga a EE UU a abandonar su presencia en el canal en el año 2000. Pero Panamá sigue siendo un punto decisivo de la estrategia norteamericana en la zona. Washington prepara fórmulas que le permitan reducir o vaciar el contenido del tratado para poder mantener sus tropas tras esa fecha. Sus injerencias en la política panameña son constantes, y todas las fuerzas políticas están pendientes de lo que dice, o calla, la Embajada de EE UU.
En la crisis actual, sin embargo, y en contra de las insinuaciones deslizadas por Noriega, esa embajada ha evitado aparecer muy comprometida. Claro que FE UU desea borrar los residuos del torrijismo. Pero hay diversos caminos para lograrlo. Un control mifitar que impide un poder civil y democrático, y que ampara la corrupción, suscita la desconfianza y la indignación de amplios sectores que ayer apoyaron a Torrijos. Una política de firmeza ante Washington no puede hacerse sin apoyo popular. No aparecen soluciones positivas a la crisis actual. El general Noriega confía en que un gran despliegue de fuerzas policiales y militares acabará cansando a los grupos opositores. Por otra parte, y por legítimas que sean las protestas, la oposición actual, hegemonizada por la derecha, no rriejoraría el grave estado del país. Podría empeorarlo y, restar fuerzas en Centroamérica a las políticas de paz y neutralidad.
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