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Última caligrafía

Ya no hay plumillas que asuman lo fino y lo grueso de la letra y su sombra. Ya no hay rasgos. No trasciende el olor a tinta del manuscrito recién terminado. Ni, claro, lo escrito tampoco se sobredora o se estofa con la luz del quinqué, ni contrasta "sobre una mesa de pintado pino", como escribía el melancólico poeta: felizmente. Todo el arte de la minuciosa caligrafia comenzó a morir con la estilográfica y con el bolígrafo, llamado bofi para más prosaísmo. Por eso la exposición de poemas manuscritos, aunque algunos de ellos estén recién trazados, trasciende sobre todo a nostalgia. Es una nostalgia activa, en el sentido de que revela una especie de totalidad de la estética. Aquel que quiere que haya una belleza sonora en lo que escribe busca también una disposición artística del conjunto de palabras, de cada palabra, de cada letra o hasta de cada rasgo. Es decir, una disposición pictórica, una ocupación armónica del espacio que fue blanco. Siempre ha sido extraño que los poetas, que son música, hayan preferido las artes gráficas a las sonoras; pero es así. Estos calígrafos que exponen poemas aparecen como antepasados valiosos, como residuos de los tiempos con gran arte. Pero no devalúan a quienes buscan en las formas, de impresión, en la máquina o en el ordenador, otra forma clara, limpia, de la estética.

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Una exposición en el Círculo de Bellas Artes de Madrid muestra obras autógrafas de poetas españoles
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