Un diccionario para 1992
Ninguna institución cultural tiene hoy mayor arraigo a la vez en España e Hispanoamérica que la Real Academia Española. A ninguna se vuelven los ojos tan a menudo, de ninguna se espera más. No puede sorprendernos. La lengua es bien de todos y, conscientes o no, todos poseen opiniones lingüísticas propias, respuestas personales a los problemas que a diario sugiere el empleo del castellano. Pero la comprobación de esa pluralidad de sentirse -tot cápita, tot sententiae- hace precisamente más atractiva la posibilidad de recurrir a un árbitro bien autorizado a quien someter el fallo en los pleitos del idioma. A lo largo de tres siglos, ése ha sido el papel que el mundo hispánico ha asignado espontáneamente a la Academia.Cuando la lengua pierde diafanidad, cuando deja de ser un mero vehículo y plantea dudas o despierta curiosidades, la Academia aparece con toda naturalidad en el horizonte mental del hispanohablante. Frente a una voz nueva o, por el contrario, insólita, frente a un matiz de interpretación o un deseo de exactitud, no hay quien no aspire a salir de apuros con la ayuda de la gramática y los diccionarios académicos.
No sólo eso. Con frecuencia se saca a colación a la Academia a propósito de cuestiones que sólo de refilón tienen que ver con las tareas que de hecho ha venido desempeñando y con las competencias que de veras le corresponden. Si la prosa administrativa cojea como suele si los castellanohablantes de una región bilingüe se sienten discriminados, si se reforma la enseñanza de la lengua o de la literatura, una pregunta brota fácilmente: ¿qué hace la Academia, por qué no interviene?
En verdad, de los labios hispánicos sale mil veces la invocación a la docta casa, habitualmente con los sentimientos contradictorios y con el punto de exasperación que resume el título del libro apasionado y ejemplar de un crítico mexicano: ¡Madre Academia!
Pienso que esas esperanzas y esas exigencias de la comunidad hispanohablante son el más rico patrimonio de la Real Academia Española. Y el principal objetivo a que ésta debe atender, así, es estar a la altura de las expectativas que tan ampliamente suscita en España e Hispanoamérica.
La primera demanda que se hace a la Academia consiste en un diccionario del español real, y tan al día como materialmente sea viable. Todos los otros quehaceres académicos se le antojan al hispanohablante menos perentorios. El estado actual de la lingüística permite incluso dudar que pueda compilarse una gramática con los designios que el manual de la Academia sirvió eficazmente en otros momentos. El Diccionario histórico es un trabajo fundamental, imprescindible, pero destinado al erudito, no al usuario de a pie. En la "reimpresión de las obras clásicas en ediciones esmeradas" -según prescriben los estatutos, corporativos- se ocupan cada vez con mayor entusiasmo estudiosos del mundo entero. Pero nadie goza del crédito y el prestigio que convierten en irremplazable al Diccionario de la Academia por antonomasia.
No voy a caracterizar ahora ese diccionario ideal. La Academia, en especial por boca de Fernando Lázaro, lo ha delineado en no pocas ocasiones, y por él han suspirado cuantos manejan el existente. Es, claro, un diccionario de uso que recoge con puntualidad todo el caudal léxico que efectivamente circula a ambos lados del Atlántico. Con muy limitada tolerancia para las voces arcaicas o de difusión sólo regional, sin antiguallas ni gangas, y, en cambio, con 100 ojos para los valores que en la práctica se atribuyen a las palabras, al margen de pretendidos casticismos y prejuicios etimológicos. Donde las acepciones se definen y jerarquizan con tanta precisión como transparencia, y donde no se rehúyen novedades y extranjerismos, pero tampoco faltan las contrapropuestas a los unos y la crítica razonada de las otras siempre que viene al caso. Etcétera, etcétera, etcétera.
No nos hagamos demasiadas ilusiones -sin embargo- Porque -conviene subrayarlo hoy por hoy la Academia no está en condiciones de realizar tal proyecto. ¿Cómo reprochárselo? Una labor de esa envergadura no -puede llevarla a cabo una treintena de académicos que sacrifican desinteresadamente al diccionario el tiempo que les dejan libre sus obligaciones particulares y que apenas cuentan con otros medios que aquellos de que ya disponían en 1713.
Concederá el lector que ha llovido desde entonces, y, sin necesidad de abrumarlo con detalles, aceptará llanamente que los diccionarios de la calidad del que se reclama a la Academia no se hacen en nuestros días como en el siglo XVIII. En concreto, la informática y las nuevas tecnologías debieran ocupar un puesto relevante en el noble caserón de la calle de Felipe IV. Todavía más: allí debieran tener un lugar de vanguardia y un laboratorio de experimentación, también al servicio de otros empeños de la cultura y la sociedad españolas. En cuanto a los colaboradores de que los académicos no pueden prescindir, ¿bastará observar qué ocurre en empresas más o menos equiparables? Pues nótese sencillamente que la redacción del Larousse sobrepasa con mucho el centenar de lexicógrafos, de jornada completa, para escudriñar una lengua harto menos diversificada que la nuestra.
Así las cosas, ¿dónde puede obtener la Academia los recursos económicos para elaborar con prontitud y eficacia el diccionario que le piden los tiempos y el mundo hispánico? De poco sirve contestar, a bulto, que en la sociedad civil o de los poderes públicos: hay que precisar como dar cauce a las posibles iniciativas de la primera o qué partida presupuestaria de los segundos está (relativamente) disponible. Porque es bien sabido que nada llega a existir en la Administración si no preexiste en el Presupuesto: la mejor voluntad de Educación, Cultura o la mismísima Presidencia del
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Un diccionario para 1992
Gobierno no está a salvo de estrellarse contra los casilleros que Hacienda ha cerrado previamente. Entiendo, no obstante, que en el próximo lustro sí estará abierta la fuente de financiación que requiere el nuevo diccionario de la Academia: la comisión nacional y los organismos afines destinados a conmemorar el V centenario del Descubrimiento.Lejos, lejísimos de cualquier retórica patriotera, parece evidente que, si un motivo indiscutible hay para esforzarse por tal efemérides, ése es justamente la realidad de un conjunto de naciones ligadas por la lengua: quizá no sólo por la lengua, pero desde luego sí, esencialmente, por la lengua. Ahora bien, ¿qué celebración más adecuada y provechosa que el irreprochable diccionario que esas naciones aguardan y cuya ejecución, en principio, delegan en la Academia? No se me ocurre ningún proyecto cultural -repito: ninguno- más merecedor del patrocinio de quienes preparan el V centenario. Porque cuando las representaciones y los festejos hayan concluido, cuando los edificios queden para usos locales y las publicaciones para un puñado de expertos, el nuevo diccionario académico seguirá en las manos de todos, y en particular de quienes más atención prestan a la raíz misma de la comunidad hispánica: la lengua.
Hablo siempre, por supuesto, del nuevo diccionario. La fecha de 1992 impone un plazo conveniente se mire por donde se mire. Un plazo que obliga a la Academia a imprimir un ritmo más ágil a su trabajo, programándolo de acuerdo con los medios cabalmente modernos y satisfactorios que por fuerza han de ponerse a su disposición, y desenténdiendose de la rémora del viejo diccionario. Un plazo suficiente, pero que marca de maravilla el ámbito de contemporaneidad, de cercanía a la lengua viva que debe ser una de sus grandes metas: hasta el punto de que el volumen que en octubre de 1992 se presente a Su Majestad el Rey ha de contener palabras generalizadas en la primavera anterior...
España y América dan voces por ese primer diccionario de una nueva época. Me consta que la Academia está dispuesta a la tarea. Los métodos y las técnicas recientes la hacen perfectamente factible. Los responsables tienen bien al alcance la mejor conmemoración del V centenario.
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