_
_
_
_
_
Tribuna:EL RODAJE DE UN MITO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Saura en El Dorado

El mito comenzó en 1534, cuando el capitán español Luis de Daza encontró a un indio llamado Muequetá, quien le dio muchas noticias de su país, Cundinamarca (en la actual Colombia); entre ellas, que, en la laguna Guatavitá, el cacique Bogotá se espolvoreaba todo el cuerpo con oro y lanzaba a las aguas, a modo de ofrendas, muchos objetos del mismo metal. Cuando Sebastián de Benalcázar, participante con Pizarro en la conquista del Perú y fundador de Quito, oyó esta historia, exclamó:-¡Vamos a buscar a ese indio dorado!

La quimera ya tenía un nombre, El Dorado, y en pos de él se lanzaron toda suerte de aventureros, desde extremeños hasta alemanes, y a lo largo del tiempo y del espacio, pues la leyenda pervivió hasta entrado el siglo XVIII, y se la rastreó por todo el continente, pasando de ser una laguna y un indio de cuerpo refulgente a una ciudad erigida toda en oro macizo. Fue buscada en la América del Norte. No quedó rincón sin explorar, porque en todos, y a la vez en ninguno, podía estar la fabulosa urbe. El Dorado tenía el don de la ubicuidad.

Unido a esa leyenda se destaca un personaje que aparece en la película de Saura y que ya fue llevado a la pantalla por el cineasta alemán Werner Herzog: Lope de Aguirre, apodado indistintamente el Peregrino, príncipe de la libertad o la ira de Dios.

Lope de Aguirre ha sido, asimismo, motivo de copiosa literatura. Tangencialmente lo han tratado Pío Baroja, en Zalacaín el aventurero, y Valle-Inclán, enTirano Banderas, y de un modo directo, total, haciéndolo centro de sus historias, Ciro Bayo, en Los marañones; Arturo Uslar Pietri, en El camino de El Dorado; Ramón J. Sénder, en La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, y Miguel Otero Silva, en Lope de Aguirre, príncipe de la libertad.

Figura difícil de interpretar, pues, como escribe Bayo, de una parte "Aguirre expresaba las querellas más justas de los conquistadores", y "sus características coincidían con las del grupo de conquistadores"; pero, de otra, "tenía una imagen tenebrosa y un comportamiento anárquico". Era conocido en el norte de Perú con el mote de el loco Aguirre, cuando Pedro de Ursúa lo incorporó a la expedición que por orden del virrey del Perú preparaba para descubrir El Dorado. Ya cojeaba de la pierna derecha a causa de dos arcabuzazos que le dieron durante un motín, y "tenía 50 años, era pequeño, dormía poco, cargaba mucho peso y andaba muy bien armado".

A diferencia de la mayoría de los expedicionarios, del propio Ursúa, "Aguirre no pareció nunca creer en El Dorado", y aparte de ser posiblemente un reclamado de la justicia que buscaba refugio en la aventura, Bayo cree que "tenía ya trazado un plan para adueñarse del Perú... empresa nada loca como a primera vista parece".

Temerario

No le fue fácil desarrollar este plan, de todos modos ambicioso y temerario. La primera oportunidad de comenzar su ejecución se le presentó cuando conspiró activamente en contra de Ursúa mientras navegaban por el alto Amazonas, conocido como el Marañón en su nacimiento peruano. Todos los conjurados firmaron una denuncia contra el gobernador (Ursúa) elevada al virrey, y cuando Aguirre estampó su nombre en el papel, añadió: "el traidor". Por instigación de él mataron a Ursúa, y después al que sustituyó a Ursúa, Hernando de Guzmán, hasta que Aguirre logró hacerse con el mando de la expedición. A partir de entonces su carrera de crímenes es tan monstruosa que raya en lo increíble. Decenas, no de enemigos, sino decompañeros suyos y de inocentes fueron mandados ejecutar por él, cuando no ejecutados por su propia mano, durante los aproximados tres meses que duró la travesía por el Amazonas hasta salir al Atlántico y remontar hacia las costas de Venezuela. No pasaba día sin que alguien fuera asesinado, sencillamente por el recelo o la vesania de Aguirre.

Toda esta carrera de sangre tiene su fin en octubre de 1561, en Barquisimeto (Venezuela), donde Aguirre tiene que enfrentarse a tropas del rey, y donde todos los hombres que le quedan, unos 60, lo van abandonando hasta quedarse con un solo cómplice, Llamoso, que nunca le había mostrado mucha amistad y del que Aguirre desconfiaba. Y, como constata Sénder, cuando ya no tuvo a quien matar, mató a su propia hija. Sénder describe así la brutal escena: "Lope fue sobre su hija, la tomó por los cabellos y comenzó a darle de puñaladas...". Ya perdido, justificaría su asesinato diciendo que "no quería que la conocieran por la hija del traidor ni que quedara para colchón de rufianes".

¿Cómo entonces alguien tan sanguinario como este conquistador pudo ser llamado alguna vez príncipe de la libertad? Simplemente porque hacia el final de su vida le escribe una carta a Felipe II, en la cual describe el latrocinio de las autoridades españolas en América, la corrupción del clero, el abuso que se comete con los indios, y que termina con unas palabras que se harían memorables: "Hijo de fieles vasallos tuyos vascongados, y yo, rebelde hasta la muerte por tu ingratitud. Lope de Aguirre, el Peregrino".

Conocida por Bolívar durante la guerra de independencia de Venezuela, esta carta se difundió entre las fuerzas insurrectas, al creer encontrar en ella el Libertador el primer gesto de emancipación de España y en su autor al primer caudillo rebelde. Pero, desde luego, la historiografía americana apenas existía a comienzos del siglo XIX, y con toda seguridad Bolívar ignoraba la criminalidad del jefe de los marañones. La carta funcionaba como alegoría, como símbolo de un anhelo de justicia y de independencia, pero jamás podía elevar a Aguirre al rango de precursor de la libertad americana.

En realidad, lo más cierto es que Aguirre inicie la estirpe de déspotas y tiranos que como una mancha secular de sangre se extiende por América desde conquista hasta los días actuales, estirpe que se ha visto multiplicada en toda laya de militarotes y supuestos líderes revolucionarios. Unos y otros se dan la mano sobre el cuerpo de Aguirre.

César Leante, escritor cubano, es autor de la novela Capitán de cimarrones.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_