Emocionante dúo de Lillian Gish y Bette Davis en un filme británico
Dos ancianas, Lillian Gish y Bette Davis, de 93 y 79 años, respectivamente, dos de las más grandes actrices de la historia del cine, hacen memorable a una película británica, Las ballenas de agosto, que sin ellas no hubiera pasado de común y corriente. La casi centenaria Lillian Gish se encuentra en Cannes, y ante su presencia, los príncipes de Gales, que llegaron ayer para presidir la fiesta británica, cumplirán durante hora y media el noble cometido de simples acompañantes de una reina plebeya, cuyo rostro es un signo de identidad de este agonizante siglo.
Junto a Lillian Gish y Bette Davis actúan en Las ballenas de agosto, película dirigida por Lindsay Anderson, presentada en la sección oficial fuera de concurso, otros tres ancianos: el tierno campeón de las viejas películas truculentas Vincent Price, la que fue gran estrella de de la comedia Ann Sothem y Harry Carey, uno de los actores favoritos de John Ford.Sumados los años de estas cinco leyendas vivientes, se acumulan casi cuatro siglos de cine imperecedero. Además de la de Ford, en las arrugas de estos cinco viejos rostros están las sombras de David Griffith, King Vidor, Frank Capra, William Wellman, Howard Hawks, Fritz Lang, Victor Sjöström, John Huston, Joseph Mankiewicz, Cecil B. DeMille y otros muchos constructores del Cine, con mayúscula. Una interminable ovación hizo inaudibles en el Gran Auditorio Lumiére los últimos minutos de la proyección matinal de esta sencilla y reverencial película de Lindsay Anderson.
Pero después de 90 minutos en las nubes, los festivaleros tuvieron que bajar otra vez al duro suelo de una competición cinematográfica en la que los competidores por lo general no saben cómo arreglárselas para remontar el vuelo.
Por una parte, la brasileña La hora de las estrellas, a la que su autor, Carlos Diegues, califica de "odisea urbana y contemporánea en una ciudad, Río de Janeiro, que pierde, como el protagonista de la película, su inocencia", es sólo a medias la "tragedia divertida" que pretende ser. Por otra, El último manuscrito, del húngaro Karoly Makk, que, según el cineasta, "irradia ironía y amor a la vida", resultó ser una especie de bocadillo difícil de digerir, pues el sólido e interesante cine que hay en el centro del filme está aplastado por un largo y macabro comienzo y un más largo y artificioso final.
Una y otra películas huelen a rancio, a cine viejo que ha envejecido mal. En La hora de las estrellas, Diegues se muestra como un antiguo inconformista que, a su pesar, y probablemente sin darse cuenta de ello, ha dejado de serlo y hace involuntariamente una película conservadora con los mismos recursos formales con que, hace años, hacía películas rebeldes. Su fresco de la vida suburbana es fluido, pero de ligereza algo rebuscada, más bonito que bello, un dibujo reluciente e incluso higiénico de la miserable vida de unos buscones callejeros rodeados de una mugre que, vista a través de la cámara perfumada de Diegues, parece incluso confortable.
En El último manuscrito, Karoly Makk pretende poner otro grano de arena en esa especie de psicodrama nacional en el que el cine político húngaro se está convirtiendo. Pero, una vez más, el gusto por las parábolas echa por tierra las loables intenciones de la película, en la que la violencia crítica se convierte en críptica y todo resulta tan indirecto que acaba resbalando sobre la atención del espectador no cómplice.
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