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Un lírico 'Ben-Hur' en el templo de Luxor

El presidente egipcio no asistió al estreno de la ópera 'Aida', que fue recibida con frialdad

El estreno de la ópera Aida, de Verdi, en el templo de Luxor, fue como un lírico Ben-Hur, además de un espectáculo frío en la cálida noche del sábado a orillas del Nilo. la reina Sofía, acompañada por su hija Cristina y su hermana la princesa Irene, ocupó la fila de honor en la primera de las 10 representaciones de Aida que se celebrarán en el faraónico templo de Luxor durante este mes. El presidente egipcio, Hosni Mubarak, y el rey Hussein de Jordania, que se encuentra de visita oficial en Egipto, no acudieron al estreno, como se había anunciado, pero sí lo hicieron sus respectivas esposas y la princesa Carolina de Mónaco.

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Hubo cierta decepción también en la asistencia de personalidades, acaso porque una megalómana propaganda se había en cargado de inflar las expectativas previas. Aparte de la bien nutrida representación española, entre la que se contaba también el ministro de Cultura, Javier Solana, y a su mujer, y de la monegasca, presidida por la princesa Carolina, lo demás se quedó en rumores sin confirmar: el príncipe Carlos y su esposa Diana Spencer no aparecieron por ningún lado, pese a la insistencia de la prensa egipcia, que aún ayer aseguraban haberles visto en Luxor. Parece confirmado, en cambio, que acudió Ira de Fustemberg y también el actor Robert Wagner.La confusión de las informaciones se debe en buena medida a la renuencia de las autoridades y de los organizadores a la hora de facilitar la lista de los vips asistentes al estreno. Fue ésta una más de las muchas medidas de seguridad tomadas ante esta superproducción millonaria de la Arena de Verona. En el estreno de Aida cantaron Plácido Domingo, Maria Chiara y Fiorenza Cossotto, en los principales papeles. La dirección escénica fue de Renzo Gianchieri, con la orquesta, coro y cuerpo de baile de la Arena de Verona, dirigidos por Donato Renzetti.

La ópera, cuyo comienzo estaba previsto para las nueve de la noche del sábado, se inició a las 21.50, después de los discursos oficiales del gobernador de la región, del ministro de Turismo egipcio, Fouad Sultan, y del empresario nacionalizado austriaco Fauzi Metualli, responsable de la iniciativa y de la organización general, junto con las autoridades locales.

Luz y sonido

Fue un espectáculo frío, en una cálida y estrellada noche junto al Nilo. Tan solo el mogollón del desfile triunfal del segundo acto, con no menos de 25 caballos y caballeros de la policía y un total de 900 personas, entre ellas 200 militares, corriendo arriba y abajo por la explanada adyacente al templo, consiguió arrancar del público el aplauso espontáneo.Renzo Gianchieri, director escénico, manifestaba no haber querido caer en el espectáculo de luz y sonido. Pues, la verdad, lo tenía francamente difícil: demasiadas codificaciones previas, que pesan tanto sobre el monumental templo como sobre la propia Aida verdiana, le ponían las cosas muy cuesta arriba. Y el público le desmintió: quería espectáculo a lo grande, Hollywood en todo su esplendor de luz y color, y lo tuvo sólo en la marcha triunfal, que fue -por qué negarlo- un bonito péplum que alegra la vista como puede hacerlo una última visión de Ben-Hur.

¿Y el resto?, pues nada, que un templo no es un teatro. Si la escena del juicio de Radamés del último acto tuvo la gracia de celebrarse en un auténtico templo de Tebas -nada menos que el templo de Luxor-, en cambio no había tumba disponible alguna para encerrar en ella a los dos amantes, por lo que tuvo que recurrirse al cercano templete de Tolomeo, en el que ambos ingresaron cogiditos de la mano como quien va a tomarse un café. freviamente el héroe egipcio había proclamado no poder mover la fatal pietra, la losa de su irremisible destino, bajo el más puro y libre de cuantos cielos puedan admirarse.

Un extraño eco

La frialdad del espectáculo en su conjunto cabe achacarla tal vez al hecho de haber violado una norma de oro de lo que, precisamente, se entiende por espectáculo: la presencia de un escenario como espacio diversificado del que ocupa el público. En los entreactos, la gente que iba tomarse una naranjada pasaba tranquilamente junto al trono de Amneris como si tal cosa. Luego, cuando las luces daban síntomas de que la ópera volvía a reanudarse, varios encargados se dedicaban a echar a gritos a los espectádores rezagados para que en su lugar pudiera aparecer Amonasro en toda su imponencia de rey vencido, o Ramfis como severo custodio de las leyes sagradas. No es serio, no puede serio de ningún modo.En cuanto a la música, era ciertamente lo que menos contaba. Plácido Domingo tenía razón al menos en un punto: el sistema de amplificación para que los cantantes tuvieran el retorno de la orquesta -no habiendo por fondo otra cosa más que los barcos-hoteles del Nilo y la enorme distancia entre el conjunto sinfónico y los actores- era infame. Un extraño, eco, que a veces, parecía producirse a la octava baja, acompañó durante toda la noche la emisión de las voces.

Por lo que se.refiere al director musical Renato Renzetti, aplaudirle porque se mantuvo en equilibrio hasta el final, peyo advertirle -cabe imaginar que ya lo sabe- que eso no acaba de ser precisamente ópera, sino una empanada notable, en ocasiones incluso divertida, de una emprendedora agencia de viajes. El otro día, la prensa egipcia anunciaba que se está estudiando la posibilidad de ofrecer Antonio y Cleopatra, de Shakespeare, ante las pirámides de Gizeh, junto a El Cairo. Que no decaiga.

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