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La lección del conflicto

Aunque siguen las huelgas y las tensiones, parece que el momento más duro de la conflictividad social ya ha pasado y se pueden aventurar algunas reflexiones sobre lo ocurrido en estos meses.Creo que a estas alturas nadie: puede negar que la política de reconversión y de ajuste practicada por el Gobierno socialista a partir de 1982 era necesaria. La estructura económica que habíamos heredado del régimen anterior era en gran parte inviable para hacer frente al reto de un desarrollo basado en la integración europea, en la introducción de nuevas tecnologías y en una nueva competitividad interna y externa. Por el mismo motivo, no se podía dejar en un segundo plano la lucha contra la inflación. El problema no consistía, pues, en saber lo que había que hacer, sino en cómo hacerlo.

El hecho es que la política de reconversión y de ajuste se llevó acabo con instrumentos políticos, administrativos y financieros muy deficientes. El Gobierno socialista inició su camino a finales de 1982 con un enorme respaldo popular, ciertamente, pero con un aparato administrativo heredado casi íntegro del régimen anterior y poco apto para la tarea. Por otro lado, no existían apenas instrumentos de concertación social. Los partidos políticos eran débiles y conectaban poco con la población. Los sindicatos eran los instrumentos más importantes, pero tampoco eran lo bastante fuertes y estaban divididos. Las organizaciones de la patronal, empezando por la CEOE, ni eran suficientemente representativas ni -estaban a la altura de las circunstancias. En una palabra, en 1982 se había conseguido ya estabilizar la democracia parlamentaria, pero la sociedad española seguía tan invertebrada políticamente como antes.

En aquellas condiciones, la reconversión y el ajuste tenían que ser forzosamente conflictivos. Quien más quien menos lo sabía, pero todos esperaban que sería una fase transitoria y que a su término se podría iniciar una etapa distinta. Eran muchos los ciudadanos que sabían o intuían que aquella política era necesaria para. poder abordar luego las cosas en mejores condiciones, y por ello el Gobierno socialista contaba todavía con un buen margen de confianza entre la población. A ello se añadía que las demás flierzas políticas, sumidas en un rosario de divisiones y enfrentamientos, eran incapaces de proponer ninguna otra alternativa ni abrir una perspectiva mejor y más viable. Finalmente, un mínimo de concertación entre la patronal y una parte de los sindicatos permitió paliar la dureza del conflicto.

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Por todo esto, la política de reconversión y de ajuste practicada por el Gobierno socialista en sus primeros cuatro años pudo superar.a trancas y barrancas los principales obstáculos y se saldó con resultados globalmente positivos tanto en la reconversión como en la lucha contra la inflación. Y pese a los resultados negativos en la acción contra el paro y al desgaste que supuso el referéndum sobre la OTAN, el PSOE pudo Conservar su mayoría absoluta e iniciar una segunda fase de gobierno en buenas condiciones para abordar las otras dimensiones del problema. El éxito obtenido anunciaba el final del túnel y, por consiguiente, parecía dar al Gobierno un mayor margen de maniobra para repartir mejor las consecuencias de aquella política y de sus beneficios entre todos los sectores sociales.

Insisto en lo de que parecía porque lo ocurrido en estos meses produce bastante confusión. El Gobierno ha seguido anunciando como prioridades absolutas la política de reconversión y de ajuste con tanta o mayor rigidez que en la etapa anterior. Y lo ha hecho no sólo sin mejorar sus instrumentos administrativos y económicos y sin crear nuevos mecanismos de concertación social, sino corriendo el riesgo de perder, como efectivamente ha perdido, los pocos instrumentos de concertación que tenía antes. Si la fase anterior se abordó con un pacto entre la patronal y un sector importante de los sindicatos, esta fase se ha iniciado sin ningún pacto de estas características, a tumba abierta. El resultado ha sido el estallido de movilizaciones y de huelgas, un estallido en el que se han mezclado muchas cosas y en el que también ha habido, ciertamente, un aprovechamiento político de la conflictividad por parte de sectores de la oposición política. Pero creo que sería un error meter todo Io ocurrido en el mismo saco. Algunas de las protestas y movilizaciones son particularmente irritantes por su carácter corporativista y elitista. Pero otras tienen una motivación y un significado muy diferente y si mensaje podría ser poco más ( menos el siguiente: si la situación económica ha mejorado queremos participar en los resultados y redistribuir las cargas. O sea, una mayor igualdad ante las verdes y ante las maduras.

El problema de fondo es si por muy amplia que sea la mayoría política de un Gobierno, y por débil y fragmentada que sea la oposición política al mismo, se puede mantener una política de reconversión y de ajuste ciertamente severa sin instrumentos eficaces de concertación social y sin otro mecanismo de acuerdo global que el conflicto y la negociación caso por caso. Y más exactamente, si es posible mantener, y aplicar esta política con los principales sindicatos en contra y sin más apoyo explícito que el de una patronal que juega varias cartas a la vez y deja en las manos exclusivas del Gobierno la tarea de sacar las castañas del fuego.

La lección de estos meses es bien clara. Al no existir instrumentos ni mecanismos de, concertación global, cada sector ha buscado al Gobierno como interlocutor directo. Para hacerse oír por este interlocutor ha armado el mayor ruido posible. Y cuando al final ha conseguido sentar al ministro correspondiente en su mesa de negociación particular, ha planteado -y a menudo obtenido- sus propias reivindicaciones sin importarle mucho las de los demás sectores. Cuando se ha comprobado que esta táctica daba resultados, todos han tendido a utilizarla. Y dado que el ruido que se puede causar es proporcional al número de los que se movilizan, los grupos más pequeños -como, por ejemplo, los de una sola empresa aislada- han radicalizado al máximo su protesta y han tendido a transformarla en un conflicto general a través de los cortes de tráfico, las manifestaciones, etcétera. En definitiva, todos han aprendido que una protesta sectorial se convierte en gran conflicto -e interesa como tal al Gobierno de manera directa- cuando es capaz de producir efectos generales. En una sociedad como la nuestra, sometida a cambios bruscos y acelerados pero todavía muy invertebrada política y socialmente, un Gobierno -el que sea- sólo puede intentar reducir la conflictividad de una política dura de reconversión y

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ajuste poniendo en juego el prestigio personal de sus dirigentes. Pero esto es peligroso, porque puede quemas a éstos rápidamente y, además, es insuficiente. Por ello, o modifica su política, disminuyendo - la severidad de la misma con algún movimiento de timón, o acaba viéndose obligado a recurrir casi de manera exclusiva a los aparatos del Estado, es decir, a la Administración, a las fuerzas de orden público y al sistema judicial.

El resultado es nefasto en cualquier país, pero más en el nuestro porque aquí, el Estado que ha llegado hasta nosotros, el Estado que heredamos casi íntegro del régimen anterior y con el cual los socialistas han tenido que gobernar, ha sido un Estado forjado históricamente por las clases más reaccionarias y ha sido visto, con razón, por grandes sectores de la población -y muy especialmente por la población trabajadora- no sólo como algo ajeno, sino como algo radicalmente hostil. Aplicar una política dura de reconversión y ajuste casi exclusivamente a través de los aparatos de ese Estado, por muchas reformas que se hayan introducido ya en él, es despertar los viejos demonios, hacer revivir las viejas hostilidades y facilitar las cosas a los que quieren sembrar la confusión equiparando a los gobernantes de la democracia con los gobernantes de las oligarquías y las dictaduras, con los desprestigiados y corruptos monopolizadores de un Estado ajeno a las aspiraciones de la mayoría de la población.

Existe, pues, un problema político y un problema económico. El problema político es la necesaria aceleración de las reformas en los aparatos del Estado para romper la vieja y terrible barrera que los sigue separando de la mayoría de los ciudadanos, es decir, para que cambie radicalmente la relación tradicional entre los servidores del Estado y los gobernados. Pero con la reforma del Estado no basta. Lo más importante es la promoción de grandes instrumentos de concertación social, empezando por los sindicatos, que hagan aparecer y legitimen a nuevos interlocutores, capaces de integrar, mediar y negociar entre los diversos colectivos.

El problema económico es igualmente complejo, pero dudo que se pueda dejar de lado. En síntesis, es el siguiente: en, casi todos los países de nuestro ámbito las políticas deflacionistas han tenido éxito y la economía se ha estabilizado, pero el paro apenas ha disminuido. ¿No ha llegado el mmento de plantearse que para combatir el paro quizá haya que poner en marcha medidas económicas de otro signo y repartir los costes y los beneficios mediante algún tipo de reactivación? Si no ando mal informado, esto es lo que se están planteando precisamente muchos economistas y dirigentes económicos de prestigio, en nuestro país y especialmente fuera de él. Ésta va a ser, seguramente, la gran cuestión teórica y práctica de los próximos meses y años, y no sería bueno que, enfrascados como estamos en nuestra propia problemática, la perdiésemos de vista.

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