El Metro de Moscú
El teatro en España es hoy un inmenso encargo del Estado", dice el autor, que cuando lo produce directamente lo hace con la filosofía del metro de Moscú: un brillante y lujoso palacio para que transcúrra e1 pueblo. Considera que la modernidad española transcurrió entre el final de los años veinte y el verano de 1936, con el intento de variar los temas que mantenía el público burgués por la entrada de la crítica política y social globalizadora. En los últimos años se ha querido incorporar simultáneamente lo revolucionario y lo contrarrevolucionario, que en los términos estéticos actuales sería lo moderno y lo posmoderno
A veces, la profunda ignorancia de la mayoría española aparece como un, destello sublime; la larga falta de enseñanza, como una limpieza de adherencias, de adiposidades, de excrecencias. No ,es el grado cero del buen salvaje, sino la vieja sabiduría desconfiada, escéptica, huida de la aventura; lo aprendido en siglos de castigo, de vivir bajo ninimos, de golpe tras golpe. Es una forma de cultura encapuchada o encapotada, de interior, que se transmite en voz baja y mirando en tomo con precaución. Como materia radiactiva, impregna poco el teatro de esta época y se resiste a dejarse influir por él.La reverberación está fallando. Las alotropías del teatro (la literatura representada y oral: el cine, la televisión) rozan suficientemente- su corteza espesa y defensiva como para no alcanzar su yo en carne viva, vulnerado, y le satisfacen, le bastan. Se refieren esas dramatizaciones frecuentemente a lo que se llaman grandes temas: la vida y la muerte, el amor y los celos, el bien y el mal. Esto es, una superestructura, un ornamento superfluo. La parte óptica, de física recreativa, de, juego inaprehensible de sombras coloreadas, lo inexorab1 que tiene lo grabado o filmado una vez para siempre, se añade convenientemente al extrañamiento.
Lo interesante,, lo apasionante, es la vida cotidiana, el manual de supervivencia, la lección robinsoniana, el arte de manejarse por aquí. El español lo estaba esperando del teatro, y no le llega.
El teatro en España, hoy, es un inmenso encargo del Estado. Cuando lo produce él directamente (y las autonomías son, por ahora, su reflejo), lo hace con la filosofía del metro de Moscú: un brillante y 'lujoso palacio para que trascurra por él el pueblo.
Cuando lo produce por vía de otros -apoyados, subvencionados, estimulados, facilitados, protegidos- quiere asegurarse de la calidad, para lo cual tiene su catálogo de nombres reconocidos, su puntución de valores culturales, su idea del, patrimonio nacional, incluso su concepto conservador,y detenido de progresismo.
Confusión
Tiene también afición por el acontecimiento y, además, por el número. Sería un error considerar este Estado como un fruto exclusivo del Gobiemo socialista. Su vocación totalizadora -totalitaria tiene otras resonancias viene de antes, y tiene una instrumentalización y una mentalidad posesora y paternal en. la que se ha formado ese ciudadano de caparazón grueso y defensas coriáceas. En esta legislatura y pico, en la que se entra una psicología de gobierno, ha querido incorporar simultáneamente lo revolucionario y lo contrarrevolucionario, que en los términos estéticos de este debate sería lo moderno y lo posmoderno.
Es un Estado que pretende mantener una compañía nacional de teatro clásico o un teatro de ópera, al mismo tiempo que un centro de nuevas tendencias escénicas, que restaura viejos lo cales de la tradición burguesa y busca nuevos espacios inconformistas, que premia los valores tradicionales y canalíza y estructura a los que antes se llamaron independientes. El teatro es él. La confusión también es suya, desde el momento en que la medida de valor ha escapado al público, que ha dejado de emitir su regulación, su feed-back, sobre esta cibernética. Pero este Estado, construido ya sobre formas anteriores, de intervención, tiene sus justificaciones, sus excusas, su razón de ser, Ha sido llamado a esta totalización por la profesión teatral, venida a menos y acuciada por el sistema económico de producción dentro de la artesanía; se cree a sí mismo investido de la misión moral de la preservación de una forma cultural en apuros y quiere llevar a cabo una misión de restauración de valores perdidos en los años que van desde los días previos a la República hasta la caída del régimen anterior. No puede dejar de comprenderse el fenómeno si no se tienen en cuenta dos datos esenciales: uno es la ensoñación de los profesionales, y el otro-, la naturaleza justiciera del enjambre laborioso del funcionario cultural, en cuyas puntas de dedo está un extremo del sentido táctil del Estado.
En el profesional de teatro ha habido siempre una dicotomía al juzgar su relación con el público: querría que no existiese y, al mismo tiempo, le era necesario. El público de la larga y poderosa burguesía de este siglo, propietaria del teatro, no dejaba al artista la necesidad de vértigo, de audacia o de personalidad. Ahora, el creador encuentra que puede realizar Su ensoñación como antes lo conseguían los de las artes baratas -el ensayo, la pintura, la poesía, incluso -la novela-, a condición de que complazca al Estado o a alguna de sus varias advocaciones. Complacencia que no es de índole directamente política, sino de su sentido de misión y restauración. En el funcionarió cultural:está inscrita esa ilusión por el acontecimiento del que, aunque- sea poco, se considera también autor- y cree que está actuando de una manera revolucionaria pero su revolución es el pasado.
La modernidad española (la idea de modernismo reúne valores tan desiguales y tan diversos en este país que cuesta trabajo emplearía) transcurrió brevemente entre el final de los años veinte y el verano de 1936 (la guerra civil, poco creadora en el teatro, a pesar de notables intentos aislados). Consistió, principalmente, en el intento de variación del temario que mantenía el público burgués (la sustitución de la aristocracia por los nuevos industriales, los problemas de pagarés, créditos, hipótecas los primeros asaltos a la integridad del hogar, la transmisión de herencias y bienes en el núcleo familiar) por la entrada de la crítica política y social globalizadora; por el retrato de los marginados en su verdadero papel (una comparación de drama rural entre La casa de Bernarda Alba, de Lorca, y Señora ama, de Benavente, ahorra muchas explicaciones), por la entrada de lo popular, por la revisión del concepto tradicional.
Obras de ruptura
No faltaba el cambio estético, la revolución de la forma; Valle Inclán y Lorca -y Gómez de la Serna, y Alberti, y otros que ni si quiera llegaron a estronar derribaban la arquitectura preservada de la obra y el sistema de lenguaje, incluso el verso, tan apegado al concepto de teatro -todavía -se llama de verso el que, aun escrito en prosa, no tiene música-, sonaba otro. Entra ba un concepto libre de figurines y decorado. Esta revolución, que. se frustró, tendría que reaparecer, en 1a clandestinidad o en la semipersecución: en lo que se llamó el teatro subterráneo español. Un número considerable de jóvenes autores intentaba, por todos los caminos posibles, situar obras de ruptura: trufadas de símbolos, alegorías, disfraces, alusiones. A veces traspasaba la ley del silencio por medio del libro o la revista para iniciados, o se representaba. en salas periféricas por grupos iniciáticos (salas muchas veces clausuradas, grupos disueltos o prohibidos). Varios de aquellos creadores sacrificados han sobrenadado, otros han caído y algunos tratan todavía de no desvanecerse.
La idea estatal de restauración trabaja como un regreso hacia los puntos perdidos: la revolución republicana, la clandestinidad e incluso todo lo demás, incluyendo un Siglo de Oro del que se dice que se ha perdido la tradición e incluso el instrumento sonoro, la dicción del verso. Este salto atrás, al descubrimiento de un hipotético continente sumergido, necesita justificarse con lo actual, se ha encontrado para ello el hallazgo de la puesta en escena, que implica un tratamiento crítico de los textos del que se desprende, a veces, su mayor o menor modificación directa y casi siempre, la superposición de otros creadores,, el director y el escenógrafo. Se le envuelve en luces', colores y el triunfo del deus ex machina. La revolución antigua se hace contrarrevolución y metro de Moscú. En este veloz avance sobre la retaguardia vamos reconociendo la arqueología de lo inmediatamente pasado.« En cualquier lugar puede aparecer un fémur de Artaud, una clavícula de Stanislawski, la mandíbula carcajeante de Brecht, partículas del cráneo de lbsen, de Strindberg, de Pirandello. Para reconstruir el dinosaurio del teatro perdido se excava, y se mira hacia, fuera ahora mismo para ver cómo lo hacen los otros, que están más o menos, confusos, pero que dan una buena dosis de iluminados. Espectáculos como los de Peter Brook -el Mahabharata- o Bob Wilson -Las guerras civiles- son enormes monumentos de duración y de inventiva: barroco el uno, austero el otro. Pero son espectáculos creados para el mundo, desnacionalizados: van de festival en festival devorando presupuestos y devolviendo fascinación. Pero uno y otro directores tienen que dedicar su tiempo a menesteres más directos: como la ópera. Y apenas hay mayor ejemplo de posmodernidad. que la resurrección de la ópera, el nuevo culto a Verdi, la adoración por el divo; metido todo ello en el artilugio técnico, en la estética del traje y el escenario. Pero la teoría, la doctrina, la filosofía, es cuestión de otros ámbitos. Aquí estamos a salvo por la divina ignorancia, por la sabia y madura dejadez, por la desconfianza. La mirada hacia atrás no es ni siquiera conservadora: es eterna. Y a veces nos parece que Torres Naharro o Lope de Rueda eran, ya, posmodernos.
Babelia
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