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Tribuna:FENÓMENOS DE LA POSMODERNIDAD / 5
Tribuna
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Voces de muerte en el cine

La brillante vibración imaginativa en el cine de las primeras décadas parece haberse disuelto en los últimos años hasta convertirlo en un arte informe y repetitivo. Algo le sucede desde hace tiempo al cine, según el autor de este artículo, que percibe síntomas de vejez en el nuevo arte. El cine, que nació como fenómeno de masas, se ha convertido en un arte de minorías y, en consecuencia, los mejores directores del momento son los que hacen películas para esos pocos. Esto ha contribuido a una degradación de la mirada del espectador, que nunca como hoy consume tanto cine y, paradójicamente, lo contempla tan poco.

¿Qué le pasa al cine? Esta pregunta, generalmente respondida con un desconcertado encogimiento de hombros, merodea desde hace no menos de dos décadas en los alrededores de la información y la investigación sobre el cine. Algo le ocurre desde hace tiempo al cine, algo no precisamente bueno, y, sobre todo, algo que tiene consecuencias graves y de contornos difusos, que se resiste a dejarse fijar por la lógica causal de un diagnóstico. El cine, que casi ayer mismo era un deslumbramiento de la imaginación, oscurece hoy sus antes nítidos contornos y no sabemos con precisión por qué.Hace unos meses, en la caminata hacia atrás que provocaron los 10 años de existencia de este periódico, hubo que desandar los caminos que la información trazó a lo largo de ese tiempo sobre estas páginas, en busca de los sucesos más relevantes registrados en ellas. En el capítulo dedicado al cine, a medida que la lectura hacia atrás buceaba en la memoria de las cosas, nos encontramos frente a un hecho que se identificó por sí solo y no hizo falta traerlo a primer término agarrado por los pelos, sino que, como un puñetazo entre los ojos, nos ofreció de sí mismo una imagen predispuesta a dejar extraer de ella deducciones de extrema nitidez y no menos extrema dureza: un porcentaje abrumador de las informaciones cinematográficas acumuladas a lo largo de una década lo eran de tipo necrológico, silenciosas y elocuentes voces de muerte. 1 Al final del recuento, el único denominador común era de cegadora negrura, pues 10 años de información cinematográfica conducían, nombre a nombre y noticia a noticia, a la idea de que el cine -el vasto fenómeno histórico que embutimos en ese estrecho nombre- poco menos que se había extinguido. En 1950, el recuento de los titanes vivientes que forjaron este arte conducía a una nómina que abarcaba centenares de nombres esculpidos en la memoria de la vida pasada. Pero de ellos hoy sólo quedan una docena de ancianos inactivos y, lo que es peor, sin más relevo que otra docena de hombres refugiados, en el mar de un arte de masas, en islotes aislados, en ocasiones casi clandestinos.

¿Con qué forma de desaliento se puede decir que los restos de universalidad que le quedan al cine tienen su lugar en las cunetas de lo que ahora llaman marginalidad.? Marginal -pues lo ven minorías cada vez más estrechas y no entra en las cadenas mundiales de distribución de basura audiovisual- es el mejor cine de hoy, el de Andrei Tarkovski, Ingmar Bergman, Víctor Erice, Francis Coppola cuando hace películas propias, Martin Scorsese, Jean-Luc Godard, Michelangelo Antonioni, Robert Bresson, Joshishige Yoshida, Nagisa Oshima, Elem Klimov o Walter Hill, por citar sólo algunos dedos del puño del relevo del genio del cine.

Envejecimiento

Y, sin embargo, este síntoma de vejez ocurre en un arte joven, pues la edad del cine roza los 90 años. Además, antes de que unos visionarios de la segunda década del siglo comenzaran a desarrollar en él sus primeros códigos de expresión, el cine vivió largos años de balbuceos, cuyos resultados no tienen hoy más valor que el de reliquias caseras para eruditos, pero sin otro alcance que el de la rareza arqueológica en la paleontología de nuestra educación sentimental.

El cine, tal como hoy lo entendemos, comienza a dar frutos universales -culturales en sentido estricto, pues lo que no busca el camino de la universalidad encuentra el de la estafa- en los, últimos años de la segunda década del siglo y alcanza la posesión de sí mismo en las dos décadas siguientes, unos 50 años detrás de nuestras espaldas, lo que en medidas históricas es bien poca cosa.

Por ejemplo, se estuvo exhibiendo hasta hace unos días en España un filme, Dulce libertad, en que el principal atractivo es la presencia de una anciana actriz, Lillian Gish, que dio su rostro a algunas de las obras fundacionales y ahí sigue, fascinando a las miradas de las lentes miopes de este tiempo de noche y niebla, lentes aplicadas a unas cámaras que se mueven sin norte, con la agilidad de un siglo de engrase, pero sin nada nuevo que mirar.

Esta paradoja -tan enorme volumen de riqueza creativa apilado dentro de tan angosta franja de tiempo- procede de un milagro histórico: la existencia -a caballo entre las dos guerras mundiales- de una masiva emigración de, cineastas, procedentes sobre todo de Europa, a una localidad californiana llamada Hollywood, donde con anterioridad ya se habían instalado sus colegas de América.

De esta riada humana nace una colectividad en estado de gracia, generadora de tal explosión de inventiva que Robin Wood se atreve a hablar, con ese convincente sonido que adquiere la verdad cuando suena a exageración, de que es necesario retroceder a la Inglaterra isabelina y la Grecia de Pericles, a Shakespeare y a Fidias, para encontrar un precedente de parecidas intensidad y riqueza.

Edad dorada

A causa de esto, sobre el cine actual pesa como una losa granítica la paradoja de la existencia de un clasicismo, de una edad dorada instalada ahí detrás, al alcance de los dedos de un superpoblado recuerdo íntimo, en la mismísima antesala del desértico ahora. Que los escasos filmes de genio producidos en las últimas décadas -cómo, por ejemplo, Driver, de Hill, La ley de la calle, de Coppola, o Stalker de Tarkovski- sean extracciones de canteras las sombras clásicas de John Ford en la primera, de Orson Welles en la segunda y de Carl Dreyer en la tercera, lo dice casi todo.

Hace 30 o 40 años se realizaban anualmente decenas de películas cada una de las cuales raramente encuentra hoy una sola con la que emparejarse en empuje genesiaco. Una vez más, y aquí, con la caricatura de la estridencia, asistimos al desajuste -que se deja ver en épocas en que -la vida humana discurre sobre la aceptación de lo inaceptable, es decir, en los tiempos de reacción, como es este que hoy vivimos- entre el avance hacia el perfeccionamiento moral y el avance técnico, allí donde éste se hace un usurpador mortal para la vida de aquél.

El progresivo desmantelamiento intelectual y estético del cine comenzó con la conversión de Hollywood -tan brutal fue la devastación que hasta sus prodigiosos modelos de caligrafía fílmica se perdieron para siempre entre las ruinas- de taller de sueños en fábrica de pesadillas, suceso que comenzó como una operación de limpieza política -la prehistoria de la era Reagan comenzó, con él mismo en funciones de telonero, allí mismo-, adquiriendo así los perfiles de una tragedia contemporánea.

Fue un despojo bíblico, la expulsión del Edén, con una espada de fuego arbolada por los últimos arcángeles de la reacción sin máscaras, de la condición ingobernabIe del genio del cinc. Y éste, que creció acorralado como todo milagro humano, resistió inicialmente, pero ya arrastrado por la rampa de caída de la cumbre de la excepcionalidad al rasero del halago a lo inerte. El cine retrocedió los pasos que siempre llevó por delante de lo establecido, dejó de ser impulsor de mutaciones y bajó de la creación de signos a la creación de ausencias de signos o, si se quiere, de insignificancias. Y en esas estamos, en este tiempo de enanos que pretenden hacer coincidir su pequeñez con el inabarcable hueco dejado por los viejos gigantes abatidos.

Rito colectivo

La reacción contra el desmantelamiento del milagro californiano -Estados Unidos prestó un pedazo de su suelo a un pedazo de universo y la extinción del fuego de este legendario solar irradió al mundo sus cenizas- dispersó al cine y la caída de su universalidad a su nacionalizacián, con los movimientos de los cines nuevos y sus secuelas de nuevas olas, fue la primera consecuencia de aquel éxodo y, con él, del arranque de la dinámica de apagamiento del volcán.

Hoy estamos en las consecuencias de esa dispersión. El cine, que fue saludado por Maikovski como el primer, lenguaje internacional y como la primera ruptura no teórica de barreras idiomáticas, clasistas y nacionalistas, ha sido devorado por el redil de la fragmentación y se atrinchera detrás de aquellas mismas barreras por encima de las que nació.

Este apagamiento tiene otro síntoma en la progresiva disolución del consumo de cine como rito colectivo y su abismamiento en medios, como son la televisión y los soportes del vídeo, que le es mucho más ajeno de lo que a primera vista parece. La inmersión de la creación y representación -altísimameníe diferenciada- del cine en el magma de la oferta y del consumo de productos audiovisuales, es otro nuevo síntoma de aquel apagamiento, tal vez: el más grave de todos.

Estos indicios conforman otro más, aún de mayor gravedad: la degradación de la mirada, el retroceso de la distinción hacia los cuarteles de invierno de la indistinción y la consiguiente mutación del antiguo tacto de seda en lija.

Cualquier espectador de cine que educara su mirada hace 30 o 40 años en las pantallas de la ceremonia fílmica clásica, aunque cuente con mucho menos equipaje informativo que el espectador de hoy, sabe ver cine con mucha más capacidad para extraer sustancias de sus formas que éste.

Y ése es el supremo indicio: nunca como ahora se consume tanto cine, pero nunca como ahora se contempla tan poco cine; nunca como ahora el atracón de imágenes, es decir, de formas, ha servido tanto y tan eficazmente para reducir a éstas en el saco común de lo informe.

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