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Tribuna:LOS ESTUDIOS CLÁSICOS
Tribuna
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Memoria del latín

Un debate inacabable sobre la oportunidad del retorno a las humanidades ha servido en España, entre otros países europeos, para reafirmar la importancia que tiene en la enseñanza el estudio de las lenguas clásicas. Estos días se celebra en Madrid el VII Congreso de Estudios Clásicos, organizado por la Sociedad Española de Estudios Clásicos, que presidió hasta su muerte el filólogo Antonio Tovar, a cuyo ejemplo humanista se dedica este artículo.

La memoria miente, pero no se equivoca: lo que queda en ella es una forma, distinta, de verdad, superior a la otra, que rige lo vivido. Por eso, todo recuerdo es corrección que el olvido establece. Hay cosas que se olvidan y otras que se recuerdan, pero hay una franja, de espacios invisibles, que la memoria olvida y que el olvido nos hace recordar. Esa franja somos nosotros mismos, devueltos al estado de "los dientes de leche M espíritu", una fase que identifico siempre con mi primera memoria del latín.Comencé a estudiarlo, en el curso 1962-1963, a los 11 años, una edad en la que el niño, todavía sin consciencia de sí, la tiene de lo que la Iglesia Rama "el uso de razón". Y eso, precisamente, era lo que esta lengua, más que ninguna otra de las disciplinas entonces estudiadas, supuso para mí: el paso de los juegos con niños o con cosas al juego de la mente como único placer. Lo que aprendía no eran las declinaciones, ni la consecutio, ni el sistema verbal o la sintaxis de los modos, sino la articulada maquinaria que, al hacer funcionar sus engranajes, ponía en movimiento una memoria virgen que, por acción de un mecanismo mágico, objetivaba un deseo distinto: el hecho de pensar. Y no es que antes no pensara, si así puede llamarse a lo que hacía, sino que el latín, y no otra cosa, es lo que recuerdo como primer motor.

Además, no había recompensa: era una asignatura gratuita, no contemplada en el plan de estudios, y que el colegio ofrecía como iniciación o propedéutica para el curso siguiente, el de tercero, en el que sí se la tenía que estudiar. Pero en segundo carecía de obligación y, por tanto, de calificaciones y de exámenes, y este era uno de los aspectos que, entonces como ahora, me solía imantar: porque, por vez primera, estudiaba algo que no servía, aparentemente, para- nada y que, por eso mismo, se autosatisfacía en un placer similar al del juego, que si por algo se define es por ése espíritu de fiesta que carece de meta o de finalidad.

El lujo de lo inútil

Traducir se convertía no en hilvanar una serie de datos, sino en la operación de la que derivaba un sentimiento lúdico, que unía, al lujo de lo inútil, otros dos de no menos interés: el de la libertad y el del lenguaje. De ninguno de ellos era yo muy consciente, pero sí de lo que, como necesidad llevaban implicada: el uso y devoción de y al diccionario, que, a diferencia del de castellano, no daba definiciones, sino equivalencias, y que obligaba, tanto como permitía, a elegir y/o seleccionar.

En el diccionario de latín disfruté del aroma que tienen las palabras, del fuego gris que hay en sus contornos, y de saber que la realidad, más que existir, consiste, y consiste en esa especie de traje o de solapa por el que el mundo aparece en su lingüística representación. Un término latino me llevaba a otro en castellano y, para rehuir el transcribirlo, debía hallarle otra no homófana ecuación: así llegué al universo del sentido que, como círculos tangentes o secantes, dispone los sinónimos, sin que ninguna de todas sus figuras llene, desde la metonimia de su esfera, la plenitud de nombre y cosa, que especifica y tiene cada signo y valor.

Dos lenguas se enfrentaban y ninguna vencía: porque la una derivaba de la otra, y la más nueva, que es la que yo hablaba, era sólo un remedo que recibía de la otra, la muerte, la sucesión de formas y sonidos que configura una tradición: "The wisdom of the tradition" -leí después en el Advancement of learning, de Bacon- inspira "the felicity of continuance and proceeding".

Recuerdo todo esto como el conjunto de impresiones surgidas de mi primer contacto con una lengua antigua, el latín; pero lo que ese recuerdo me sugiere puede aplicarse no sólo a esta lengua o a las lenguas, sino al hecho de estar vivo y a lo que supone formar, o sentirse, parte de una escuela, una familia o una colectividad. En ellas, como en la lengua, viven y están presentes varias generaciones. Y, por ellas, pasa la vida o la memoria de los que nos preceden y que, junto con su lenguaje, nos transmiten, unido, su temblor.

Ahora (que estoy no poniendo al día, porque siempre lo están, sino traduciendo y mecanografiando, dos libros que Tovar dejó en forma de artículos y notas) miro las observaciones de su puño y letra, puestas por él al margen de la página, y pienso que la ciencia es, como la lengua y como la vida, una sola y misma tradición. Por ella vienen y por ella pasan la ficción de la realidad y la realidad, que, de existir, siempre es un proyecto: una investigación en curso y algo que aún no es ni está. Ordenar un libro ajeno, y editarlo, enseña mucho y alecciona en esto: en que nada se puede terminar, porque la ciencia, como la literatura, no termina, sino que se prolonga. De cada duda brota un artículo. Y de la incertidumbre, a veces la verdad. Como en la lengua, lo que hay es un río. Y recorrer su cauce comporta un juego de preguntas y respuestas, muchas no formuladas, que dibujan el proceso de una voluntad. Podemos encallar en los meandros, volcar en las cascadas y, por la inercia de los rápidos, perder el gobernalle y trabucar. Pero siempre persiste la corriente, y aunque en ocasiones como ésta su brío nos desborde, no por ello se interrumpe el caudal. Nos quedamos náufragos en el texto, asidos al madero de una nota, y sin saber qué hacer o qué decir. Y ese no saberlo nos obliga, como en las primeras lecciones del latín, a observar cada uno de los casos, a atender al régimen del verbo, a las partículas y a las preposiciones, que. articulan aquí la voz de un pensamiento y que rezuman o trasminan, más allá de la muerte y más allá del Jenseits, esa vigilia óntica que llamamos pensar. Pensar en lo de otro es ser nosotros mismos. ¿No es eso lo que enseña el latín? ¿No es eso lo que enseñó Tovar?

Jaime Siles es poeta

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