Beatificación y reconciliación
La reciente beatificación de tres monjas carmelitas asesinadas durante los primeros días de la guerra civil da pie al autor para analizar aquella contienda fratricida y destacar que fueron asesinados grandes hombres en ambos bandos. El articulista no considera que las beatificaciones sirvan para formar la memoria colectiva y pide que se practique la parquedad en su promoción.
Confieso que me entusiasman, literalmente hablando, los grandes hombres en general y los santos cristianos en especial. Sus biografías despiertan siempre lo mejor que llevamos dentro, esas fuerzas dormidas o enterradas que podrían hacernos ser mejores y mejorar en algo la sociedad, la Iglesia y el mundo en que vivimos.Ciñéndonos a un espacio más concreto, el de España y la guerra civil de 1936 a 1939, recientemente objeto de comentarios con ocasión de la beatificación de cinco españoles, tres de ellos asesinados en el bando republicano por ser monjas, hay que recordar que ha habido también digamos santos y mártires de la sociedad, hombres admirables que han sufrido persecución y hasta martirio por parte del bando franquista a causa de sus ideales, como García Lorca, Antonio Machado y Miguel Hernández, por citar solamente tres grandes figuras a las que admiro como hombres, escritores, poetas y, a su modo, profetas.
Persecuciones, violencias y asesinatos fueron la triste secuela de aquella locura colectiva -además de los muertos en el frente, los sufrimientos de la población civil, las destrucciones, etcétera- por parte de ambos bandos durante los tres años de la guerra, con el agravante de que esta situación se prolongó de parte de los vencedores contra los vencidos durante algunos años más: ejecuciones, prisiones, deportaciones, vejaciones de todo tipo, depuraciones y expulsiones de cuerpos de la Administración, etcétera.
como tampoco lo serían si no fueran capaces de aprender del pasado para orientar y, si es necesario, corregir el presente, mirando hacia el futuro.
Memoria colectiva
La beatificación o canonización por parte de la Iglesia católico-romana de algunos de sus miembros que dieron testimonio heroico de su fe con su vida y su muerte, sea ésta martirial o no, puede incluirse en esta necesidad de memoria colectiva. Su ejemplo es para nosotros un signo de la presencia del Señor Resucitado, una prenda de la fuerza transformante del Espíritu Santo y una esperanza de que también nosotros podremos dar la talla, llegar alguna vez a ser de verdad hijos de Dios y hermanos de los hombres.
Pero no seríamos fieles a esos grandes testigos si manipuláramos sus vidas o sus muertes; si, por ejemplo, en el caso de las tres monjas cruelmente asesinadas sin ninguna razón, nos sirviéramos de su beatificación para volver a despertar, consciente o inconscientemente, aquellas divisiones y aquellos odios por los que murieron y contra los que vivieron. Los cristianos tenemos como fundador al que murió perdonando y predicó a sus discípulos perdonar "setenta veces siete", esto es, sin límite ni medida, conducta seguida siempre por los verdaderos mártires y los santos en general. Más cerca aún tenemos el ejemplo de Juan Pablo II, desde los primeros momentos del atentado que sufrió en la plaza de San Pedro hasta las entrevistas tan emotivas que sostuvo primero con Alí y luego con su madre.
Parquedad
Dentro de este espíritu, los cristianos católicos no solamente no podemos honradamente explotar de manera partidista las víctimas de la persecución religiosa contra la Iglesia, sino que deberíamos ser más bien parcos respecto a la promoción de beatificaciones que tengan su origen en la guerra civil.
Me parecería preocupante que ahora se desatara una especie de carrera de celo -¡cuánto peor si fuera de celos...!- por parte de congregaciones religiosas e instituciones de la Iglesia por alcanzar la gloria de los altares para algunos de sus miembros asesinados en la guerra civil. Si se dice que es necesario hacerlo ahora para poder recoger datos precisos de los testigos presenciales mientras aún viven, bien podría hacerse este trabajo documental e histórico sin necesidad de airearlo públicamente, con apariencias de provocación, aunque no fuera ésa la intención, como no podría serlo dentro de un espíritu cristiano.
Solidaridad
No basta, sin embargo, enterrar el hacha de guerra para siempre, sino que hay que fumar todos los días la pipa de la paz, sembrar la solidaridad, vivir la fraternidad, luchar por la justicia, educar para la convivencia y para el respeto entre todos. Dentro de nuestra pluralidad y diversidad, los españoles tenemos muchas y muy importantes cosas en común: unas reglas de juego en la Constitución y en los estatutos autonómicos; un Estado, unas leyes, unas instituciones y un tejido social; unos cauces, en suma, donde poder colaborar por el bien común, dialogar y hasta discrepar, siempre de manera civilizada, pacífica, leal y constructiva.
Es cierto que sin justicia no hay verdadera paz, sino opresión intolerable, y que también puede haber leyes que no sean justas, con lo que no serían legítimas. Pero en la duda, las leyes gozan de presunción a su favor en toda sociedad moderna y democrática. Si nos tomamos la justicia por la mano, fácilmente nos encontraremos con las manos llenas de injusticia. En ciertas circunstancias, una sola cerilla podría provocar un gran incendio.
es obispo, presidente de la Comisión de Migraciones de la Conferencia Episcopal Española.
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