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LAS VENTAS

La acorazada ataca

La acorazada de picar salió ayer al ataque. A la acorazada de picar no hay quien la pare. Los aficionados van a tener que recurrir a la Convención de Ginebra. Mientras los feroces individuos del castoreño, al abrigo de la barbacana del percherón y el peto, rompían a hierro los lomos de los Albaserrada, la autoridad del palco hacía el Don Tancredo, sumido en las meditaciones esotéricas propias de tal mística. Las protestas de la afición no conseguían sacarle de su ensimismamiento. Por la cara que ponía, le daba gustirrinín.Los Albaserrada eran de una dureza como ya no se lleva. Los Albaserrada recordaban al toro de lidia de otros tiempos, aquel cuya fiereza tenía en vilo a los lidiadores y al público. El segundo, cada vez que embestía les quitaba el color al maestro y a los discípulos. Al único que no le quitaba el color era al director de lidia, señor Ramos, pues le cosían la taleguilla en el callejón -él dentro-. Tardaron tanto en cosérsela como si se la hicieran nueva. El mozo de espadas se servía de costurero, cambiaba hilos, enhebraba agujas, pespunteaba con primor y en estas amorosas labores empleó el tiempo que tardaron en lidiar dos toros.

Albaserrada / Ramos, Vargas, Castillo

Cinco toros de Albaserrada, con trapío, broncos; 12 de Sayalero, encastado. Juan Ramos: aviso y aplausos; silencio. Pepe Luis Vargas: silencio en ambos. Pedro Castillo: silencio en los dos. Plaza de Las Ventas, 29 de marzo.

Mientras tanto los compañeros de Juan Ramos y clase de tropa estaban en la guerra. Los Albaserrada serían de otros tiempos pero la acorazada era de la época presente, disponía de ingenios bélicos perfeccionados a la máxima potencia de fuego y los empleaba con mortífera saña.

Nada más sentirlos en sus carnes, los Albaserrada ya estaban arrepentidos de haber nacido. Hasta aquel segundo que le quitaba el color a la gente; hasta aquel quinto de impresionante trapío. Mansearon. Pero más hubieron de mansear tras la refriega, pues a la hora de muletas y estoques estaban moribundos. No tenían resuello para andar ni para bramar, menos para colaborar con el juego del derechazo, que pundonorosamente intentaban los diestros.

El que abrió plaza -no Albaserrada, sí Sayalero- -fue un buen toro, encastado y codicioso. Ramos lo recibió a porta gayola, quebró banderillas, toreó bien en redondo. Un gañafón rasgó la taleguilla del torero y, terminada la faena, el mozo de espadas se lució en la sesión de costura que permitió al diestro relajarse entre barreras. El diestro había pegado un bajonazo infamante, si bien no tanto como el golletazo de Vargas al Albaserrada siguiente.

Y además de estos sucesos, rachas de viento huracanado barrían los tendidos y el ruedo echando a volar capotes, muletas, periódicos, botes, boinas Todo volaba, menos los castoreños de la soldadesca acorazada, que los tenían bien aferrados por el barbuquejo. Eso y la puya. ¿Y si se les quemara?

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