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Los premios de Babel

Vicente Molina Foix

"Escritores españoles son todos los que usan lenguas españolas", afirmaba en este periódico el último premio Nacional de Literatura Alfredo Conde, escribiendo bajo la convicción "de que común es el ámbito y compartido, que común es la patria de la literatura y es la suma de todos como somos la común y compartida que a todos nos acoge". Palabras vibrantes y de muy buena disposición, escritas en la legítima estela de euforia del galardón, pero que unidas al parabién general que acompañó a esta concesión y a unas declaraciones del director general del Libro congratulándose de haber encontrado la fórmula correcta, tal vez mágica, para estos premios anuales del Estado, me animan a la réplica, ahora que, felizmente corregida por el Ministerio la cláusula que antes confundía prosa, poesía y ensayo, vuelve a hablarse en futuro inmediato del Premio. No sólo como escritor español de este momento, sino con la ventaja que me da haber formado parte de dos comisiones de expertos (sic) y un jurado calificador de dichos premios, mi opinión es que, por encima de los aciertos concretos en la elección el sistema actual de selección y concesión es una desdichada zarabanda, un prodigio de confusiones, un acicate a la injusticia y una tentación para los agravios comparativos.Establecido el presente dispositivo en el año 1984, la intención de los que lo idearon no podía ser más recta y conciliadora. Aplicando no sólo el nuevo espíritu de equidad civil del Estado de las autonomías sino la letra de la Constitución, la Dirección General del Libro pretendía, sin duda, reconocer igualitariamente todas las lenguas de España y sus literaturas, dando el sello de aprobación estatal a las obras y figuras más destacadas, por encima o paralelamente a los premios propios que las comunidades autónomas ya otorgan (como el Premio de Honor de las Letras Catalanas o el similar de las valencianas, por citar dos ejemplos).

Desgraciadamente, tres años después de su puesta en práctica, el sistema se revela improcedente.

En el nuevo ordenamiento ministerial hay, respecto al modo anterior de premiación, indudables mejoras de procedimiento, puntos discutibles y tecnicismos subsanables, como el que lleva a considerar válidos para su discusión no a los libros publicados en el año en cuestión sino sólo a aquellos que en los 12 meses hayan cumplimentado a tiempo el depósito legal. Como, por diversos motivos, algunos editores se retrasan en esa formalidad, el resultado es que, en cada convocatoria, unas 60 obras publicadas en las postreras semanas del año quedan excluidas de la deliberación; si bien, automáticamente, esos libros son recogidos en las listas previas del año siguiente, parece un despropósito que los jurados deban discutir y valorar libros que en ese caso llevarían dos años publicados. ¿Por qué, pues, no aceptar la fecha del pie de imprenta como requisito suficiente?

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Pero el más alto escollo es otro. Si, efectivamente, españolas son todas las lenguas nacionales que se hablan en el marco plural de España, eso, por desgracia, no quiere hoy decir que se haya llegado al punto ideal en que todos los habitantes del Estado hablen o lean todas sus lenguas. El ministerio, en su intento de no perjudicar a las lenguas minoritarias, llama a cada comisión seleccionadora y a cada jurado calificador a representantes cualificados de las lenguas vasca, gallega y catalana junto a sus homólogos castellanos, pero el abultadísimo número congregado, en lugar de armonizarlas, convierte las deliberaciones en una babel de los babeles. Los jurados así constituidos están en antinatural maridaje, oscilantes entre la resignación del misionero y las posturas del saltimbanqui, ya que queriendo favorecer -con una justicia digamos histórica a los minoritarios, se devalúa a todos y se relega a los mayoritarios al forzoso papel del convidado de piedra: elevada estatua de granito que, como la del difunto Comendador, observa el banquete de los disolutos sin saber muy bien en esta ocasión si su apretón de manos llevará a uno al cielo o a todos al infierno.

¿Qué justificación hay -por mucho que se mente el pacto constitucional y los propósitos conciliadores- para que miembros electos que conocen insuficientemente o nada en absoluto las lenguas distintas al castellano tengan que pronunciarse sobre libros escritos en ellas, y para que jurados catalanes y vascos se autolimiten a votar, como he visto yo hacer, obras de su ámbito lingüístico respectivo, invocando que sólo para esa elección se les había convocado? ¿Acaso el optimismo periférico de la pasada concesión no se trocaría en frustración e ira justificadísimas si, por ejemplo, en 1987 la obra más meritoria del año literario resultase de facto una novela en euskera que la mayoría de los jurados se viesen incapacitados de evaluar y, por tanto, votar?

Porque, dicho con brusquedad, el sistema actual conduce en doble vía a la inveterada práctica hispánica de mezclar peras con manzanas, con situaciones, que también he presenciado, en que los comisionados minoritarios se alían entre sí contra el supuesto enemigo ancestral, o, por el contrario, los castellano-leyentes sospechan que tras la defensa unánime por parte de los catalanes o los gallegos de un libro verdaderamente excelente se esconde un bluff local. (Aclaro para los suspicaces que mi primer candidato al Premio Nacional en la reunión previa de 1986 era un libro de poesía en catalán.)

La única solución, por salomónica que pueda parecer, es la de fraccionar en cuatro el premio, como, por cierto, se hace en el de la Crítica -aunque quizá, en razón de que ahí se juzga el conjunto de una obra a lo largo de muchos años, el Premio de las Letras Españolas podría permanecer unificado. Ante la imposibilidad, hoy por hoy, de que cada año se reúnan jurados y expertos que conozcan en profundidad las cuatro lenguas estatales y cumplan los requisitos de las bases, sólo la existencia de cuatro esferas lingüísticas podría igualar de veras estos premios, quitando, como es desde luego lógico, la primacía al castellano, pero imposibilitando también el recurso de hacer valer a toda costa lo relativamente aceptable. En literatura, como en todas las artes, sólo los valores absolutos son dignos de consideración.

Así se acabaría con una situación que la inmensa mayoría de escritores que conozco estima en privado insatisfactoria, y se evitarían casos tan anómalos como el del ya citado Premio Nacional de Alfredo Conde, en el que la parte del jurado que no podía leer en el idioma original la novela Xa vai o griffon no vento tuvo acceso previo a las pruebas de imprenta de su traducción al castellano. ¿Era, pues, tan genuinamente gallego el reconocimiento?

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