La industria de las lenguas
Las máquinas han comenzado a hablar. En inglés, obviamente. Lo previsible es que dentro de unos años, no muchos, hablen también en otras lenguas, y que los europeos tengamos que pagar royalties para poder utilizar las nuestras. Qué irónica conmemoración del V Centenario si, en 1992, los españoles advirtiéramos que la patrimonialización técnica de la lengua que Colón llevó a América se hacía desde la parte norte de aquel continente! Y lo más probable es que así suceda.Estas sumarias afirmaciones son, en parte, una, provocación. Pero sólo en parte. En efecto, la ausencia de voluntad política eropea en lingüiística, tanto en la perspectiva de Europa en su conjunto como en las prácticas de los diversos Estados que la componen, hace que sea imposible enfrentarse, con una razonable probabilidad de éxito, al problema que, para su múltiple patrimonio lingüístico, supone la inevi table interacción entre lenguas naturales, por un lado, y electrónica y teletransmisión, por otro.
Es hoy una banalidad recordar que eI ordenador no sólo ha modificado sustancialmente nuestra eapacidad de almacenamiento y manejo de todo tipo de datos e informaciones, sino que ha ensanchado, de forma insospechada, la reflexión y el análisis de los procesos cognitivos. La simulación en máquina de un espectro, cada vez más amplio, de comportamientos intelectivos se está revelando como un instrumento muy valioso para la exploración de la representación lógica de conocimientos, para el estudio de los mecanismos de aprendizaje y para la modelización de procesos lingüísticos. Ambito triple e indisociable, tierra de elección de la psicología, la lógica y la lingüística más en vanguardia, y que hoy la informática y la inteligencia artificial están acometiendo con notable éxito.
Y así, las lenguas, vehículo privilegiado de comunicación, verbal y escrita, entre los hombres, que eran hasta ahora monopolio humano, han comenzado a ser utilizadas por las máquinas y la conversación hombre-máquina y máquina-máquina es una realidad incipiente y limitada, pero efectiva. El mundo mecánico se nos está poblando de voces. La voz del coche nos advierte de nuestras impericias y olvidos -el freno de mano, la puerta mal cerrada, el nivel de agua o de aceite, etcétera-; la voz de la cocina eléctrica nos señala que el asado está a punto y nos pregunta si queremos conservarlo caliente y durante cuánto tiempo; la voz del avión de caza nos informa sobre las condiciones técnicas del vuelo y sobre la posición del presunto enemigo; la voz de la cadena de montaje nos aconseja que reduzcamos el ritmo y nos dice por qué.
Estas proezas verbales que, en muchos casos, suenan más a gadget que a verdadero progreso, señalan, de modo llamativo, que el proceso de industrialización de las lenguas está ya en marcha y parece irreversible. Como en tantos otros avatares económicos, se trata, también en este caso, de una necesidad hasta ahora mal satisfecha que genera, para su cumplimiento, una demanda potencial. Pensemos por un mornento en la invasión de literatura gris (informes, actas, resúmenes, partes, certificaciones, órdenes del día, cartas, etcétera) que se extiende de día en día y que ni la crisis ni la ola liberal han podido detener. En Francia, por ejemplo, entre las empresas privadas y las administraciones central, regional y parapública han superado ya los 400.000 millones de página/año. Y esta avasalladora masa textual se produce y difunde mediante procedimientos sólo parcialmente automatizados.
Por no hablar de la traduccion, cuyo crecimiento es también exponencial. Dos datos: en la Organización de las Naciones Unidas se traducen más de 300.000 páginas al año, y sólo el manual de y mantenimiento del avión Mirage exige la traducción de casi 400.000 páginas. Segun las evaluaciones más fiables, el mercado mundial de la traducción se acerca a los 200 millones de páginas anuales, equivale a un volumen de negocios superior a los 150.000 miliones de pesetas/año y produce más de 180.000 puestos de trabajo.
Era, pues, inevitable que para este tipo de textos -la traducción literaria es cuestión muy distinta, y su umbral de automatización es muy bajo- se pasase de la práctica individualizada y artesana a comportamientos industriales. De hecho, desde hace más de 20 años, estamos asistiendo a la creación de importantes equipos de traducción instalados en las instituciones y en las empresas -por ejemplo, la Comisión de las Comunidades Europeas cuenta con más de 1.200 traductores permanentes, y la sociedad Siemens, con casi 200 permanentes y más de 500 temporales-, cuyas pautas organizativas responden a criterios de la industria.
Por otra parte, estos equipos utilizan en su trabajo todas las tecnologías de que actualmente disponemos -máquinas de tratamiento de texto, logicales específicos, bancos de datos terminológicos multilingües y, en general, instrumentos informáticos de asistencia a la traducción-, que suponen un incremento del 50 al 80%, de su productividad. El mercado que con ello surge lleva a un importante movimiento industrial. Xerox, gran especialista mundial de burótica, se asocia con Systran y ofrece un servicio de traducción asistida; ALPS, SA, y Cegos ponen en venta un tratamiento de texto multilingüe, adaptado a la traducción, con posibilidad de archivamiento, actualización automática y edición informatizada; NEC anuncia la introducción de un teléfono traductor; IBM vende un logical de interface en lenguaje natural; Fujitsu, Hitachi y Toshiba han previsto, para este año, la comercialización de diversos sistemas de traducción asistida por ordenador. Y tantos otros. Pero este fecundo desarrollo no debe hacernos olvidar los límites de la informatización lingüística. Hablar como se hace con frecuencia de traducción totalmente automatizada es referirse a una hipótesis que ni es alcanzable hoy ni siquiera tiene sentido. Las importantes aplicaciones intormáticas en el ámbito lingüístico tienen en sus cuatro principales sectores -el sonido, el léxico, la sintaxis y el sentido- umbrales conocidos que se presentan como infran queables. Por ejemplo, las va riaciones fonéticas de un locutor a otro, e incluso en un mismo locutor, al modificar de forma notable la naturaleza-fisica de los sonidos confinan la práctica del reconocimiento de la palabra al supuesto de una uniformidad fónica que reduce, considerablemente, sus usos. Por otra parte, el problema del sentido sólo parece abordable, caso por caso, desde una perspectiva coyuntural y empírica, que descalifica la solución global de una modelización generalizadora y convierte la exploración y manejo del hecho semántico en tarea inacabable.
Hablemos, pues, de lo posible desde la frontera de lo inmediato. En todos los grandes programas tecnocientíficos actua-
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les (Esprit, Eureka, Alvey en el Reino Unido; IDS y Darpa en Estados Unidos; los ordenadores de la quinta generación en Japón; los proyectos electrónicos más en vanguardia en Francia y República Federal de Alemania), el tratamiento automático de las lenguas naturales es objeto de atención especial y se le asignan objetivos precisos a corto, medio y largo plazo. La generalización de los discos ópticos numéricos (CDROM) reforzará aún más estas orientaciones dominantes. Este unánime interés responde a la irrupción de componentes lingüísticos en los más diversos sectores industriales que han multiplicado los posibles usos informáticos de las lenguas y se han traducido en un crecimiento de su mercado efectivo superior al 100% anual durante los últimos cuatro años.
Los correctores ortográficos automáticos incorporados a las máquinas de tratamiento de texto; los instrumentos infórmáticos de ayuda a la redacción y de generación multilingüe de textos simples (documentos tipificados, correo convencional, etcétera); los sistemas de gestión de archivos, información bibliográfica, lexicográfica, terminológica y documental; los mecanismos automáticos de ayuda a la traducción a que nos hemos referido antes; los logicales de análisis lexicométrico o de asistencia en la creación de neologismos; los sistemas informáticos de reconocimiento y síntesis de la palabra, por ejemplo, las máquinas de entrada vocal, aunque sus posibilidades sean (hoy) muy limitadas, constituyen realizaciones industriales que inauguran nuevas prácticas profesionales y nuevos procesos comerciales que parecen susceptibles de transformar radicalmente el paisaje económico y social que heredamos del siglo XIX. Desde esta perspectiva, la llamada revolución de la inteligencia, reclamo publicitario de esta fase del desarrollo tecnológico, convierte a las lenguas naturales -sobre todo a las grandes lenguas de civilización- en materia prima de capital importancia estratégica.
Es urgente que los economistas asuman, con todas sus consecuencias, este hecho capital: la desmaterialización de los procesos económicos hoy más decisivos. Y que los políticos se enfrenten con la nueva condición de los procesos políticos más determinantes: la desterritorialización de su dimensión nacional y/o comunitaria. El territorio que los Estados acotan con sus ejércitos y sus fronteras; que la agricultura medía en función de la tierra cultivada y que la industria ceñía a la fábrica, las máquinas y el capital, se extendió y se define hoy por el espacio mental que ocupan los nuevos sistemas y procesos cognitivos.
Por eso, este nuevo ámbito científico e industrial, que representa la interacción de la informática y las lenguas, interpela frontalmente la identidad cultural de pueblos y países y pone en cuestión su misma existencia comunitaria.
Pensemos por un momento en el problema de la aculturación de los logicales. Todo logical comprende, en cuanto a su producción en su país de origen, tres elementos esenciales: las instrucciones en lenguaje informático, los comentarios para los usuarios, y los mensajes que se inscribirán en las pantallas. Es evidente que cuando los logicales llegan a manos de sus destinatarios en otro país están ya traducidos, pero la traducción se limita a la parte mensaje y deja en su conceptualización original las otras dos partes. Lo que lleva consigo muy importantes consecuencias culturales.
En efecto, dado que todo logical comporta una predicción sobre la base de una representación implícita del comportamiento de los usuarios, para que la traducción supusiera una efectiva nacionalización de los logicales sería necesario que se operase una adaptación del logical a los comportamientos propios de los usuarios de cada país, en función de las representaciones dominantes en su universo cultural y no en otros que les son ajenos. Sin este proceso de aculturación profunda, acaban interiorizando, sin ser conscientes de ello, modos sociocognitivos que pertenecen a otros universos culturales. No es dificil de imaginar los estragos que ello puede causar en las primeras fases del aprendizaje del niño, apoyadas en didacticales aparentemente neutros.
Las lenguas que no se industrialicen dejarán de ser, a plazo más o menos breve, lenguas vehiculares, lenguas de civilización. No se trata de una apuesta económica, sino de un desafío cultural, de una cuestión centralmente política. Por eso su planteamiento no debe hacerse sólo en términos de competitividad económica sino, sobre todo, de existencia colectiva. Pues si desde el punto de vista de la rentabilidad económica inmediata cabe pensar que la utilización industrial del inglés pueda ser más eficaz y productiva que la diversificación lingüística, es evidente que la supervivencia cultural de un país y de un conjunto de países, de nuestros Estados Unidos de Europa, no es negociable. Más claro. Si la defensa de la integridad territorial de un país no obedece sólo a consideraciones económicas e incluso, en ocasiones, es injustificable desde ellas, la defensa del patrimonio lingüístico de cada uno de los países europeos es también un imperativo metaeconómico. O, si se prefiere, un lujo cultural necesario. Como Europa misma.
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