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Causas de la revuelta

Probablemente la juventud que ha salido a la calle no ha leído uno de los mejores trabajos sociológicos sobre el movimiento estudiantil de los años sesenta, escrito precisamente por el ministro que hoy denigra en manifestaciones multitudinarias. Y seguro que el ministro, atrapado en las redes del poder, sólo con gran esfuerzo habrá mantenido la mirada impasible del científico, a la búsqueda de una explicación medianamente satisfactoria de lo que ocurre.El sociólogo lo primero que hace al enfrentarse con cualquier fenómeno social es otear más de una causa y procede a emplazarlas en distintos planos. Distingue así causas profundas, aquellas que se refieren a las estructuras y tendencias básicas de la sociedad, que pueden llamarse también causas latentes de gran cantidad de conflictos posibles, que afloran a la superficie cuando se da una serie de causas puntuales, de carácter aleatorio. Justamente por su enorme diversidad y lo azaroso de su conjunción resulta tan difícil predecir los trastornos sociales, Quién se hubiera atrevido a pensar hace tan sólo un año que el primer sector que iba a saltar sería la juventud escolarizada, cuando investigaciones sociológicas recientes hacían hincapié en los nuevos valores intimistas de la juventud, de espaldas a todo lo que oliera al rollo de la política, empeñada en subsistir en una subcultura propia. Porque lo que ha caracterizado a la juventud de esta última década ha sido precisamente el cortar las amarras con el mundo de los adultos, replegándose a su propio gueto.

Para comprender lo que está ocurriendo me parece esencial poner en relación este repliegue juvenil con lo que, para simplificar, llamaría causa profunda de los conflictos presentes y venideros, a saber: el capitalismo ha logrado salir de la crisis dividiendo a la sociedad en dos partes, cada vez más diferenciadas y peor comunicadas. De un lado, una sociedad económicamente integrada, con una competitividad y hasta agresividad crecientes, con un gran dinamismo y capaz de ofrecer bienestar y estabilidad en rápido aumento, pero que a su vez exige mayor sumisión a los principios, incluso a las reglas de juego establecidas. Esta parte integrada de la sociedad alberga a sectores sociales muy diferentes, que van desde las elites económicas, políticas y sociales hasta la clase trabajadora con un empleo relativamente seguro, y, aunque esté muy jerarquizada, permite una cierta movilidad social que facilita una homogeneidad considerable en mentalidad y formas de consumo, de modo que en su interior ha perdido toda virulencia la lucha de clases.

Fragmentos marginales o marginalizados que, pese a constituir ya la mayor parte de la población, todavía no han cesado de aumentar. Esta sociedad al margen incluye desde las nuevas bolsas de pobreza hasta los parados, los trabajadores en precario, los universitarios proletarizados o los que eligen la marginación al adscribirse a una de las muchas subculturas o bien los sectores de población que quedan marginados en razón de sexo o de edad: la mujer, la juventud, los jubilados.

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Lo normal es que los grupos sociales marginalizados, por la fragmentación y atomización en que viven, tengan una capacidad mínima de organización y de protesta. Con todo, algunos, como el de la mujer, hace ya tiempo que han dado señales de vida, sin lograr -tal es el caso del movimiento feminista- más que mil organizaciones marginales dentro de la marginalidad en la que se desenvuelven. No dudo que la tercera edad presentará un día sus reivindicaciones, y hasta podrá tener un peso específico si consigue organizarse como grupo de presión electoral.

Entre los grupos marginalizados es el juvenil el que cuenta con las mejores condiciones para organizar la protesta, tanto porque tiene en los centros docentes un punto de contacto como porque se le abren oportunidades de escapar en el futuro a la marginalización, si no en su totalidad, en parte no despreciable. Conviene resaltar que la protesta social no nace de la desesperación, que suele conducir más bien a la resignación y a la pasividad, sino de una esperanza que momentáneamente se ve empañada por la incertidumbre.

La contradicción que arrastra la juventud es que aspira a integrarse (aunque vaya en aumento el número de los que se instalan en las distintas subculturas marginales, entre las que hay que incluir al mundo de la droga), pero no está dispuesta a aceptar las normas que la sociedad dominante impone para su integración, al no encajar en los valores con los que se identifica. En este contexto se revela la aversion casi visceral que la juventud siente frente a la selectividad.

Desde la lógica de la sociedad integrada, nada más razonable que la selectividad, y lo único que habría que reprochar al ministerio es que no hubiera sido más riguroso en los criterios de selección a la hora de convertir en funcionarios vitalicios al profesorado que el azar y/o el favoritismo habían llevado a la enseñanza universitaria en las condiciones más precarias. Se desperdició la ocasión de haber renovado la Universidad desde criterios estrictos de selección allí donde más importaba, a la vez que se ha perdido legitimidad para exigirla al alumnado. Ahora, con el grado de deterioro alcanzado, no faltan voces -y no sólo entre los que gustan ejercer de demagogos- que se inclinan por la eliminación de la selectividad para que esta vieja y, al parecer, irreformable institución termine lo antes posible de hundirse en el caos.

No seré yo quien defienda posiciones catastrofistas: no se sabe muy bien lo largo que puede durar y hasta qué punto empeorar lo que se supone no empeorable. Al contrario, me uno a los que tienen el coraje de decir que, o bien la Universidad se convierte en una minoría, en una aristocracia selecta, o no tendrá futuro. Lo triste es que no conozco a nadie que crea todavía hacedero apostar por el primer término del dilema.

Pese a que la selectividad no cumple sino funciones burocráticas para tratar de ordenar el caos, exigir su eliminación ataca de lleno la línea de flotación del sistema, en cuanto cuestiona la escisión social entre una parte integrada y, otra marginalizada, gracias a la cual el capitalismo está saliendo de la crisis. De ahí la radicalidad del movimiento juvenil, mucho mayor que la que tendría si se hubiese conformado con repetir el discurso desfasado de la vieja izquierda revolucionaria. Los jóvenes de hoy no sueñan con una sociedad utópica, sino que piden un imposible mayor: matricularse sin trabas en la facultad o escuela que elijan. La revuelta juvenil es radical porque sus exigencias llegan hasta las raíces mismas del sistema, pero a la vez conservadora porque el imposible que pide es la certeza de poder integrarse un día con un puesto de trabajo digno, lo que corrobora el orden vigente y deja un campo amplio para la negociación.

A las causas profundas hay que añadir otras puntuales que activan la explosión: distanciamiento creciente de la juventud, y, en general de amplios sectores sociales, de la España oficial; deficiencias comprobables en el sector educativo; desorientación de la juventud, a caballo entre distintas subculturas y el afán de integración, y un largo etcétera. Una última causa puntual, sin embargo, no quiero dejar de mencionar: el hecho de que el ministerio haya llevado adelante con enormes dificultades una política de cambio y de mejora, por muy críticos que quepa ser frente algunas decisiones o programas, ha contribuido, paradójicamente, a que cuajase la protesta.

Allí donde hay cambios o expectativa de cambios suele acumularse la protesta. Para desconcierto de gobernantes, no cabe escapar fácilmente al dilema: o bien se realiza una política de contención, sin expectativa de cambio, lo que produce sumisos y resignados, o bien una de transformación, que moviliza a descontentos y alborotadores. Que el ministerio haya marchado por esta segunda vía, confirmada con las actuales manifestaciones, le honra. Confío en que de esta experiencia no saque alguno la conclusión de todos los reaccionarios que pasan por realistas o pragmáticos: para disfrutar tranquilo del poder más vale la paz de los cementerios.

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