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Tribuna
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Hace unos años, en un prolijo debate, acogido en las páginas de una revista de cine francesa, sobre las mutaciones, generalmente negativas, experimentadas por el cine en los últimos tiempos, se buscaron denominadores comunes a la aguda variación experimentada por los modelos vigentes de hacer cine respecto de los fijados por el cine clásico, en un proceso cuyo arranque se remonta a más de medio siglo atrás.Uno de estos denominadores comunes, que esconde una aparentemente inexplicable paradoJa, se formuló y aceptó allí como una especie de repentína evidencia y apenas fue discutido: el cine de hoy, pese a contar para su materialización con soportes técnicos de altísima precisión, es, com o tal cine, mucho más impreciso que el de antaño, como si su creciente adquisición de instrumentos de alta caligrafia óptica, sus afinadísimos recursos de filmación trucada y su capacidad para robar imágenes a la realidad exterior no hubieran sido capaces, sino todo lo contrarío, de mejorar los resultados alcanzados por la antigua y rústica unidad entre mano y pluma, entre ojo y manivela, la tozuda exactitud del arte artesano.

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En otra ocasión, y haciendo referencia al caso de Hollywood, un cincasta español que conoce bien aquello, José Luis Borau, hizo referencia a la variante califórmana de este fenómeno y se quejó amargamente de que los sistemas de trabajo que hicieron crear en el cine norteamericano clásico estilos considerados insuperables durante los años veinte, treinta y cuarenta hoy se hayan perdido por completo.

La cuestión estriba en por qué, cuando la fabricación de imágenes alcanza los alrededores de la proeza tecnológica, tal proeza no ha sido capaz de sostener el milagro de los modelos extinguidos. En un lamento de varios cineastas italianos por la dispersión de los rasgos de la identidad, hasta hace poco tiempo enérgicamente discernible, del cine de su país, volvieron a los alrededores del mismo diagnóstico: el cine italiano, a medida que ha ganado terreno a sus cercos y que ha ampliado sus limitaciones, ganando así espacio a anchos territorios ajenos, ha perdído, en cambio, aquella fisonomía que antaño le daba el dominio absoluto, casi el reinado, sobre el interior de sus fronteras.

Esas perdidas fronteras exactas eran marcadas por la decisiva función del estudio en el proceso de realización cinematográfica, cuyo eje era el manejo del concepto de interior, ese peculiar interior, que sólo abre sus hor zontes bajo los focos atrapados entre cuatro paredes de infinito. Y si el comienzo de la extinción de Hollywood arranca de la pérdida del estudio de su primacía en las jerarquías de la territorialidad de la filmación, el mismo mal es imputable a las causas de la caída del cine italiano, iniciada antes de 1970, cuando éste descubrió las baraturas del interior natural y el interior de Cinecittá comenzó a desmoronarse con el abandono, en los cuartos trasteros, de los paneles de escayola, y los telones de fondo comenzaron a ser pasto de las polillas.

La resurrección de un arte, como le ocurre al ciprés, se alimenta de muerte. La muerte de Cinecittá ha sido necesaria -el rastro de su desuso es el rastro de la muerte contemporánea del otrora gran cine italiano- para el esfuerzo de su resurrección actual. Como todo ser vivo, el cine necesita una casa, el interior no contaminado de un estudio. Por tal causa, cuando hay evidencias de que el cine muere, se vuelve la mirada, como a un redentor, al arcaico estudio. La tendencia es mundial, y el alza de Cinecittá, después de su casi conversión en un solar, es sólo un síntoma de que el cine, enfermo de luz de calle, busca la salud en la gloriosa encerrona de las cuatro paredes transparentes que rodean el oscuro ámbito cerrado de las ficciones.

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