Dominar la inflación, la asignatura pendiente
Estamos asistiendo estos días a un debate que tiene mucho de diálogo de sordos y que amenaza con convertirse en conflicto, con efectos muy negativos para el conjunto de la economía española. Me refiero a las exigencias planteadas por patronal y sindicatos para el logro de una concertación social y a la postura, mezcla de inhibición y admonición, del Gobierno.El ciudadano medio debe estar bastante perplejo ante la rotundidad con que se hacen afirmaciones contradictorias y 1 a especial dureza con que tratan de defenderse las respectivas posturas.
Es necesario esforzarse en una consideración conjunta de los problemas y de proceder a su análisis con la preocupación esencial de dilucidar qué es lo que necesita la sociedad española o, dicho de otra forma, qué es lo que puede contribuir a mayores cotas de bienestar, del que se beneficien todos los ciudadanos.
Para poder llegar, a través de un razonamiento lógico, a conclusiones generalmente aceptables, partamos de dos consideraciones en las que parece existir unanimidad: primera, el problema número uno de la sociedad española es el desempleo; segunda, el problema número uno de la economía española, tras su primer año de integración en la CE, es la competitividad de las empresas españolas. Si admitimos estas dos afirmaciones, debemos preguntarnos por los efectos que en la competitividad y en el empleo han de tener los acuerdos entre trabajadores y empresarios, sean o no fruto de pactos globales.
La primera reflexión a hacer sobre el particular se refiere a las perspectivas de inflación para 1987. El Gobierno ha marcado un objetivo del 5%, superior, en un punto a sus previsiones iniciales, y se muestra dispuesto a adoptar las medidas necesarias para que ese objetivo se alcance. No es ocioso recordar que la reducción de nuestra tasa de inflación figura entre los datos más positivos de la gestión del Gobierno socialista en estos últimos años. El proceso de ajuste seguido, del cual ha sido pieza básica la moderación salarial, ha sido juzgado muy positivamente, no sólo por nuestros expertos, sino también por la OCDE y el FMI.
Sacrificio salarial
A pesar de ello, la situación en el momento actual dista mucho de, ser halagüeña. El cumplimiento de las previsiones de inflación para 1986 no puede ser un motivo de satisfacción, cuando el dato elocuente es el de nuestro diferencial con el resto de los países europeos, y este diferencial ha pasado de tres puntos en 1985 a seis puntos en 1986. Nuestra inflación en el pasado año ha sido una de las principales causas del deterioro de la competitividad.
En términos generales, los sindicatos no discuten la importancia de la inflación en relación con la competitividad. Lo que ocurre es que, en su opinión, tras varios años de sacrificio de los trabajadores, es hora de que la inflación se contenga a través de medidas que no sean salariales. Es aquí donde la óptica interesada de determinados colectivos empieza a poner en peligro la consecución de los objetivos deseables para la economía en su conjunto.
El nivel de los incrementos salariales no es algo que deba decidir el Gobierno, salvo en lo, que afecta a funcionarios y empresas públicas, Otra cosa es que mediante el conjunto de acciones que configuran su política económica, trate de asegurar la contención de la inflación dentro de los límites propuestos. Tienen, pues, razón nuestros gobernantes cuando afirman que la fijación de los incrementos salariales es algo a decidir entre empresarios y trabajadores. La cuestión clave está en que la competitividad de nuestras empresas es fundamentalmente una cuestión de precios. Y en tal sentido, ni se puede pedir al Gobierno, como hacen algunos sindicalistas, que mantenga los límites de la inflación vía control de precios, ni puede el empresario trasladar alegremente a los precios los costes de las subidas salariales, si con ello se pierde competitividad.
Veamos el otro gran aspecto de la cuestión. ¿Qué ocurre con el empleo? Con independencia del impacto negativo que en el empleo tiene la pérdida de competitividad de nuestras empresas, habremos de preguntarnos por los efectos que en el empleo pueden tener las políticas alternativas que el Gobierno puede sentirse movido a impulsar si los incrementos salariales ponen en peligro el objetivo del 5% de inflación. Lo primero que cabe pensar es que acudirá a una política monetaria especialmente dura y restrictiva. Si ello es así, la consecuencia sería un menor grado de actividad y, por tanto, menos empleo.
Encrucijada
Así pues, nos encontramos en una encrucijada en la que la sociedad española en su conjunto -no sólo los trabajadores- tiene que soportar los efectos de una continuidad en el ajuste. Las subidas de los salarios reales en 1986 han supuesto la quiebra de una tendencia que nos permitía acercarnos a Europa. Si no se vuelve a la moderación salarial anterior a 1986, sería dificil conseguir el objetivo de reducir nuestras diferencias de inflación con los países competidores, y si se consiguiese, sería a costa de menor actividad y más paro.
Parece que Gobierno y empresanos ven las cosas de esta manera. ¿Puede hablarse de una confabulación contra los trabajadores? Nada autoriza a decir esto seriamente. El futuro de los trabajadores, como el del resto de los ciudadanos, depende del grado de competitividad y consiguiente crecimiento de nuestra economía. Por ello, con pacto social o sin él, los acuerdos sobre incrementos salariales de 1987 deberán tener muy en cuenta la posición competitiva de cada empresa y evitar que la puesta en marcha de políticas antiinflacionistas, no salariales, signifique un paso atrás en los niveles de actividad y empleo.
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