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El cambio, todavía

Juan Luis Cebrián

Si, repuesto de sus recientes viajes por el Mediterráneo, Felipe González dedica a la meditación el descanso dominical de hoy, no tendrá dificultades en descubrir los perfiles de la crisis política que padece este país. No es todavía una crisis institucional, aunque puede serlo, ni están sonando las trompetas del Apocalipsis. No se ve amenazada a corto plazo la mayoría parlamentaria y la economía ofrece signos de buena salud, aunque no todos los bolsillos sean testigos de ello, y las cifras del paro son abrumadoras ¿De qué crisis me hablan entonces?, podría preguntarse a sí mismo, en la tentación recrecida de suponer que los periódicos y la calle exageran, dado que la mayoría social sigue apoyándole. Pero en realidad este país no está siendo gobernado, esa mayoría social no es atendida y el sistema de representación política sigue contribuyendo a la reedificación de las viejas dos Españas: la real y la oficial. Por eso, el movimiento estudiantil recoge simpatías cada vez más amplias, en tanto que simboliza un estado de ánimo mucho más general.Si bien lo mira, el presidente González tiene ante sí un panorama nada halagüeño: ni en la política interior, ni en la exterior ni en la económica, parece efectivamente existir una conducción. La presencia de los estudiantes en la calle y de los policías disparando contra ellos no es la mejor prueba de imaginación política. Y el mes de enero ha transcurrido sin que dos grandes temas pendientes hayan progresado lo más mínimo. Me refiero a la cuestión de Euskadi y a los interrogantes en torno a la sucesión de Fraga. En ambas cosas, se me dirá, no son los socialistas principales responsables (y no lo son en absoluto de las luchas fratricidas en AP). Pero sí se les puede acusar de coautores de muchos de los yerros que las han originado.

Igual o más preocupante es la situación en los asuntos exteriores. El Gobierno se enfrenta casi a la vez con Estados Unidos, con el Reino Unido y con Marruecos en batallas de las que reiteradamente sale poco airoso. Al mismo tiempo, a los socialistas se les ha indigestado la derrota en el Parlamento Europeo haciéndoles vomitar toda clase de declaraciones estúpidas o arrogantes, según los casos, sobre el valor del patriotismo y cosas de ese género. El resumen es que la cuestión de Gibraltar está peor que estaba; Hassan reclama en público a don Juan Carlos sobre Ceuta y Melilla, y -por mor de la negociación sobre las bases- nos encontrarnos en conflicto con quien sobre el papel resulta ser nuestro principal y más poderoso aliado.

Por último, en la política económica. hemos asistido a un espectacular enfrentamiento en el seno del Ministerio de Economía con motivo de las afirmaciones y los desmentidos en torno a una próxima reconversión industrial, sin que del sonrojante espectáculo de contradicciones que los responsables gubernamentales han protagonizado se haya derivado consecuencia alguna para nadie.

Mientras estas cosas suceden, el Parlamento está cerrado todavía, y el portavoz del Ejecutivo no ha dado una sola conferencia de prensa en lo que va de mes, con lo que todo lo que la opinión pública percibe son frases inconexas, extraídas de las comparecencias junto a visitantes extranjeros de Felipe González o de comentarios ocasionales en sus viajes. Hemos vuelto a leer entre líneas los discursos oficiales como no se hacía desde años atrás, por ver si así nos enteramos de algo de lo que pasa. Y también de algo de lo que piensa un presidente de Gobierno que tiene desde hace días la capital de su país casi paralizada por miles de adolescentes sin que dé la cara nadie que tenga rango de representación política, o sea, que haya sido elegido por los ciudadanos para gobernarles.

Cuando digo que esta acumulación de hechos configura una crisis política no es, sin embargo, porque la suma de realidades más o menos graves arroje un resultado insoportable para el Gobierno, sino porque las más de ellas se derivan de -o ponen al descubierto- los defectos del sistema de representación y de relación entre Gobierno y gobernados en nuestro país. Estos defectos atañen, por un lado, al funcionamiento de las leyes electorales y del reglamento de las Cortes, que desfiguran la representación parlamentaria y aniquilan casi totalmente su efectividad. El barullo en el que se halla inmersa la derecha es, en gran parte, fruto de la pertinaz política de González y Fraga tendente a implantar un bipartidismo imposible en un país que se rige constitucionalmente por el sistema proporcional. El mantenimiento de esa política -con su exigencia en los comicios de listas cerradas y bloqueadas-, la férrea disciplina interna de los partidos y la devaluación del papel de las Cortes que establece su propio reglamento ha llevado a éstas a convertirse en algo cada día más ajeno a los intereses populares. Por eso no puede sorprendemos tampoco la incapacidad de los socialistas para resolver una situación como la vasca, que las urnas se encargan de diseñar de manera diferente a la que ellos imaginan de antemano. ¿Dónde han quedado las apresuradas proclamas de José María Benegas presentándose como inevitable lendakari la misma noche de las elecciones y las exageradas promesas de un nuevo amanecer en Euskadi de la mano de un Gobiemo dirigido por el PSOE?

Pero si todo conspira para mantener al Parlamento alejado, a un tiempo, de las gentes y del control de los actos políticos, no es por casualidad. Esa misma situación se reproduce en el seno de los partidos, y notablemente en el del socialista, donde su monolitismo evita todo debate que irrite al poder. Y en la opinión pública, abrumada desde hace días por la constante presencia de Felipe González en los telediarios, aunque de esa presencia no se derive nunca una respuesta o una aclaración a los interrogantes de la calle. El PSOE es, por lo mismo, cada día más, una máquina de ganar elecciones o de generar empleos políticos, y cada día menos, un lugar de definición o de reflexión sobre cómo y para qué se ha de gobernar. O sea, que no es sorprendente que el poder se explique tan poco -y tan mal- sobre lo que está sucediendo. Basta suponer que en realidad no tiene gran cosa que decir. Pero si fuera del PSOE todo es desierto y confusión, y dentro, silencio, miedo o estupor, habrá que convenir entonces que es verdad lo de la crisis. Por decirlo en dos palabras: no sabemos bien adónde se dirige el Gobierno, o si es que se dirige a alguna parte.

Si esto fuera una autocracia, la cosa no iría más allá. Pero un gobernante demócrata necesita el apoyo y la comprensión de la opinión pública tanto o más que el triunfo matemático en las urnas. Hay demasiados síntomas de que los dirigentes socialistas son presas de una creciente tendencia al aislamiento de la sociedad civil. Se muestran, a las claras, temerosos del fortalecimiento de ésta, en cuanto supone una limitación del poder, y han sido, en cambio, muy proclives al reforzamiento del aparato del Estado y a su instrumentación. De manera que triunfan en palacio, pero pueden perder la calle. Si la protesta de los estudiantes reúne una gran cantidad de asentimiento social, no es sólo porque son jóvenes o porque sus reivindicaciones resulten atrayentes. Muchos adultos ven, sin duda, en ellos el anuncio de un tiempo diferente e imparable. Ése que el hoy presidente del Gobierno definió un día con el entusiasmo y el énfasis del cambio, quizá en la creencia ingenua -o pretenciosa- de que también esto, el cambio mismo, pertenecía al exclusivo acervo de su política y de su partido.

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