El úItimo deseo de Gerald Brenan
El hispanista británico prefirió donar su cuerpo a la facultad de Medicina que reposar en una tumba.
El deseo del hispanista Gerald Brenan, fallecido el lunes, a los 92 años, en Alhaurín el Grande (Málaga), de ceder su cuerpo para prácticas médicas, contrarió a amigos y autoridades de esta provincia andaluza. Durante el martes, fue constante la búsqueda de testimonios que contradijeran el dejado a la facultad de Medicina malagueña en 1981. Un vecino del escritor aseguró tener un epitafio posterior para su tumba en Alhaurín el Grande. Sin embargo, fue posible dar con la frase lapidaria. Quizá no existiera.
En Málaga, por su parte, pretendían que los restos del hispanista hicieran compañía a los de su segunda esposa, Gamel Woolsey, en el cementerio británico.La radicalización cultural española entre ciencias y letras determinó la paradoja de que el escritor, el último viajero romántico por Andalucía, el exquisito don Geraldo, acabara en la sala de disección entre el olor acre de los conservantes químicos para contribuir a la formación de médicos en ciernes. Desde que Brenan regresara, hace dos años y medio, del asilo de Londres, donde lo enviaron sus familiares, a su casa de la Cañada de las Palomas, en Alhaurín, su vida se sumió por momentos en la nebulosa de la inconsciencia. A la merma de facultad mental contribuyó su progresiva ceguera, que le hacía ver las cosas "corno por un tubo", según comentó a su médico habitual, Francisco Burgos.
Leer junto a la chimenea
El hispanista echaba en falta sus ratos de lectura en el salón de la planta baja de su casa, junto a la chimenea y unos estantes repletos de libros, sentado en su sillón de asiento bajo, forrado en tela estampada. Durante los ratos de lucidez, Brenan evocaba sus libros, glosaba el costumbrismo de los lugares donde vivió en Málaga y la Alpujarra granadina. Josefa Vera y María de Carmen García, las dos enfermeras que le cuidaron desde su regreso de Londres, le recuerdan como un paciente sumamente educado, al que cuidaban con la misma humanidad que a cualquier otro, aunque eran conscientes de que se trataba de un escritor importante.Brenan, en Alhaurín el Grande, fue una institución viva. El alcalde, el socialista Francisco Jiménez Díaz, regulaba el acceso de las visitas a su domicilio. Todos coinciden en su gran desgana para someterse a los prolijos cuestionarios de los informadores. Brenan estaba muy cansado. La resistencia de su corazón le prolongó la vida, frente al decaimiento del resto del organismo. El estómago fue desde siempre su víscera más débil. En su libro Al sur de Granada, que relata su vida en Yegen (Granada), entre 1920 y 1934, el escritor da cuenta de sus problemas gástricos, provocados por la mala comida de ventas y hosterías, donde se detenía durante sus largas caminatas.
Durante su estancia en Andalucía Brenan se convirtió en un personaje querido, algo estrafalario, que trataba por todos los medios de acostumbrarse a los hábitos rurales y platicaba abiertamente con todos en su castellano pausado. Primero en Yegen, después en Churriana y, por último, en Alhaurín el Grande, Brenan levantó admiración. La vecindad con el escritor hizo el milagro de que muchas personas leyeran algunos de sus libros, acaso el único de sus vidas. Desde sus retiros, el autor describió la faz de España sin la mediación de idealismos románticos o falsamente enternecedores.
El amor por Brenan no halló tumba sobre la que dejar su muestra de homenaje. A las 14 horas del martes, un día después de su fallecimiento, aún se desconía el destino del cadáver. Se especulaba entre su localidad de residencia y el bellísimo cementerio británico de Málaga, a pocos metros del mar. Sin embargo se conocía la última voluntad de ceder el cuerpo a la ciencia.
Un nieto suyo, Stephen Corre, fue quien decidió en última instancia al corroborar el testamento de su abuelo. Fue una sorpresa que causó consternación, en la mayoría de los casos contenida, entre sus vecinos y conocidos. No obstante, todos estaban dispuestos a respetar la extraña austeridad del hispanista, su desprecio por los homenajes. El plazo para su envío a la Facultad de Medicina de Málaga se agotó hasta el minuto. El descontento prácticamente generalizado no encontró una objeción válida para forzar su enterramiento.
Todos trataron infatigablemente de que hubiera un lugar determinado para guardar la memoria del amigo. Pero el rito funerario, del que tan amigos son los latinos, se quedó en suspenso. Antes, el alcalde de Málaga, Pedro Aparicio, en una breve alocución, hizo entrega de los restos del "maestro Brenan" para que "la universidad lo acoja en su sedo conforme a su voluntad".
Un representante de la universidad expresó su deseo de acoger a Brenan "sin más trámites" y confirmó que su cuerpo tendría una presencia "tan útil como la su vida". El acompañamiento fúnebre tampoco concertó en su pompa con la categoría intelectual de Brenan. Al no llevarse a efecto el enterramiento previsto para un día después, el miércoles, muchas personalidades interesadas no pudieron asistir. El hispanista de nacionalidad española, Ian Gibson, visitó la casa vacía y comentó que quizá fuera la última vez que recorriera el accidentado camino que conduce a ella.
Intimos recelos
Pese a algún ribete macabro, la desaparición de Brenan constituyó un homenaje imposible por deseo del anfitrión. Un deseo respetado en silencio, pero que abrigaba íntimos recelos. La búsqueda febril de un epitafio imposible para quien supo entender a España, para quien formó críticamente a un con unto de intelectuales sobre las posibilidades de su país y los modos de evidenciarlas. El presidente del Gobierno, Felipe González, destacó ese amor en un telegrama enviado a la casa de la Cañada de las Palomas.En la Alpujarra, entre tanto, se recordaba desde lejos al hombre que se aventuró por aquellos pagos un 13 de enero de 1920 y a los que sonsacó su verdad última durante su larga estancia en aquellas tierras. Por allí, pasó, entre otros, Virginia Woolf. Una visita que ahora parece imposible, igual que el último destino del buen hispanista.
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