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Háblame de Caín

Manuel Vicent

Según tengo entendido, Adán y Eva se aparearon lejos ya del edén. A pleno sol engendraron un hijo en medio del desierto, y luego éste nació una noche de luna llena bajo un sicomoro. Su llegada al mundo fue saludada por los gritos y aplausos de una mona babuina, mientras la madre, a tientas en la oscuridad, se partía el cordón con los dientes. Ella tuvo que esperar a que amaneciera para ver el rostro de su primogénito, y con la primera luz del día descubrió que él traía una marca sagrada en la frente, un cero grabado entre las cejas. No supo interpretar esta señal, pero sin dudar nada impuso a la criatura el nombre de Caín, que en la lengua del desierto significa vida. O también: estoy vivo y soy herrero.Los pechos de Eva, que unas veces sabían a carne de lagarto y otras a leche de pitera, lo amamantaron a lo largo de sucesivas sombras del camino, y Caín, en el subconsciente , siempre los recordó desbridados y cubiertos de polvo, cruzados por unas venas hondas como ríos azules que iban a dar en su hocico crispado. Aquellos manantiales le llenaban de humedad la memoria. Cuando éstos se agotaron, Eva le destetó untándose los pezones con una pasta de ceniza, y a partir de ese momento comenzó a alimentarse de raíces, de los frutos que deparaba el azar, de reptiles benignos, de cualquier producto de la caza o de la imaginación y, sobre todo, de la propia hambre. Desde muy niño le nutrió la espiritualidad de la sequía. Sus padres, que ya llevaban mucho tiempo extraviados por el laberinto de las dunas con el cráneo ofuscado por una luz de cal viva, le inculcaron tenazmente esta idea: el destino del hombre consiste en huir, sólo en huir detrás de un sueño. Ése es el único ejercicio que él practicó. Se llamaba Caín. Tuvo varios oficios. Fue experto en semillas, fabricante de máscaras, grabador de puñales, guía de caravanas que comerciaban con el oro y las piedras preciosas. Jugó con las virtudes del veneno alambiqueándo pócimas. Realizó experimentos con el ámbar gris. También limpió algunos retretes, y no por eso se consideraba un científico. En realidad, Caín era un artista, ya que finalmente sacó punta tocando el saxofón. Cada uno de estos trabajos le, había alejado de su lugar de origen hasta dejarlo casi sin resuello en una esquina de Manhattan, y allí no ignoraba que su nombre estaba unido al caso de sangre más célebre de la historia. ¿Será necesario insistir? Su hermano era un idiota, pero tenía un cuerpo bellísimo que Caín amaba sobremanera. Jamás se hubiera atrevido a arañar a aquel ser tan perfecto e infeliz con una quijada de asno, ni tampoco con un alfanje de plata labrada. Caín tenía una buena coartada. El día en que mataron a Abel en el desierto de Judea, él se encontraba en Nueva York abrazado a un saxo tenor, convertido en un buen perro ciudadano. Se enteró de la muerte por la radio del taxi, de madrugada, al salir de una tienda de vitaminas. Llegó a casa, se sentó en un sillón de orejas, y entre botellas vacías y derribadas comenzó a recordar fragmentos del pasado.

En el fondo de la existencia sólo veía tierra calcinada, piedras fulminadas. Balaba una cabra y resplandecían las dunas. Había adelfas y algunas chumberas cuajadas de higos en aquel barranco por cuyo cauce él avanzaba dentro de una bolsa de fibra colgado en la espalda de Adán, y el cerebro aún se le perdía en aquella extensión de arena ondulada y también en los cerros, quebradas, valles y desfiladeros descarnados que cruzó a tan tierna edad en compañía de una cabra y una mona. Pero el primer paisaje de su memoria fue la propia nuca de Adán, cuarteada como un barro mal cocido. Caín iba cargado en su espalda y Adán caminaba encorvado a ritmo de salmo, y el sol terrible, cuando le daba de lleno, le hacía brotar de la cerviz un sudor extremadamente alado que no era sino el sentido de la culpa, y éste formaba sobre la piel de la nuca un espejo oscuro donde se reflejaba su rastro.

Desde Nueva York, bajo la nieve, Caín recordaba su infancia en algunos oasis del desierto. Allí, en torno a una hoguera que en la oscuridad hacía brillar las córneas y la dentadura de la mona, en esa hora en que la tarde muere y a los caminantes se les pone dulce el corazón, Eva le contaba a Caín bellas e increíbles historias que éste no entendía, mientras Adán guardaba silencio sin apartar la mirada pensativa del juego de las llamas y alguna estrella fugaz cruzaba el firmamento del Génesis. Al parecer, en un incierto pasado sus padres habitaron un jardín lleno de sombras húmedas y brisas amables en medio de un estruendo de monos y papagayos. Allí los árboles daban frutos delicados al paladar y los estambres de algunas flores tenían propiedades visionarias. Los tomabas amasados con resina de terebinto y te ponías luminoso por dentro, ya que ese alimento permitía ver los propios minerales del cerebro brillando como rubíes. También había en aquel paraíso un lago resplandeciente, en cuyo alveolo, a más de 100 brazas de profundidad, sólo en un instante matemático, cuando el sol hendía sus aguas con un ángulo de luz exacta, se podía adivinar la sombra de una ciudad sumergida, y del fondo de aquella sima de agua emergía una música elaborada con maderas y metales desconocidos, algo así como una melodía de jazz.

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Pero sentado en el sillón de orejas en su apartamento de Manhattan Caín recordaba sobre todo aquel puñal que sus padres le regalaron para celebrar la llegada al libre albedrío, a la edad de siete años. Se trataba de un cuchillo singular. Llevaba sus iniciales grabadas en la hoja y ese acero poseía la virtud de dejarlas inscritas como una firma en las entrañas de la víctima cuando entraba en la carne del contrario. Con el tiempo, Caín se hizo herrero y forjaba dagas y alfanjes. De su fragua situada en la ciudad de Biblos salió una marca registrada de arma blanca que se hizo famosa en todo el espacio del Mediterráneo. Caín en persona elaboraba los prototipos y adornaba el metal con grecas e inscripciones. En la hoja de alguna faca escribía, grababa con punta seca, una frase maravillosa sacada de la boca de Jehová, y otras veces labraba simplemente esta frase: te quiero. En todas las reyertas de aquel ámbito del Génesis, los guardaespaldas de los príncipes mercaderes y también los enamorados usaban esta clase de arma. Cuando semejante acero penetraba en el pecho de una mujer, siempre dejaba en el corazón de ella una palabra de amor marcada que nunca se corrompía con el cadáver. A pesar de que este ardid le propició una gran fortuna, Caín, en los momentos delicados, no hacía sino soñar desde Nueva York en aquellas nanas que Eva le cantaba en el oasis donde había palmeras, granados y sicomoros. Él confundía el nombre del paraíso con el dulce peso de los párpados mientras Eva, acariciándole en su regazo la mejilla templada por el calor de la hoguera, le murmuraba al oído. Duérmete, Caín. En el edén también había hormigas gigantes que sacaban oro y piedras preciosas de las entrañas de la tierra. Duérmete, mi niño. En la jugosa pradera de aquella umbría se posaban aves multicolores, alciones de anchas plumas, patos de cuello variopinto, rojos faisanes, y los monos producían graciosos altercados en medio de un sonido de fuentes. Lirio de los valles, carne de azucena, mi niño quiere dormir. Allí crecían mirtos, violetas, laureles en los sotos de esmeralda, y en los altas de la colina había un manzano solitario que era el árbol del bien y del mal. Y Caín, en el sillón de orejas, se durmió en Manhattan.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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