El primer año europeo
ESPAÑA LLEVA un año como miembro de la Comunidad Económica Europea; ha sido un plazo suficiente para confirmar hasta qué punto eran absurdas las previsiones catastrofistas que, frente a un profundo anhelo nacional, intentaron dibujar con tintes sombríos el porvenir que nos esperaba una vez que nuestra economía tuviese que afrontar la competencia directa con países que, en su mayoría, tienen un nivel de desarrollo industrial superior al nuestro. Nuestra integración en la CE durante este primer año se ha producido sin calamidades; tampoco hemos recibido ayudas e impulsos o ayudas sustanciales, que por otro lado nadie podía esperar. Un año de europeización más bien tranquila, sin espasmos ni sacudidas; si se recuerda que la economía española ha tenido que encajar un descenso de los aranceles del 10%, las repercusiones del IVA y otras repercusiones de la legislación comunitaria, sería absurdo no valorar el significado sin duda positivo que ha tenido este primer año de Comunidad Europea.Sin duda, el considerable déficit comercial que se registra a finales de este año, el incremento de las importaciones y las dificultades serias a las que tienen que hacer frente los exportadores españoles plantean problemas graves que requieren medidas bien audaces por parte del Gobierno. Pero la experiencia demuestra dos cosas fundamentales: que la economía española ha sabido encajar el primer impacto de la integración, y que, por tanto, está en condiciones de mirar al futuro sin pesimismo ni catastrofismo; y por otra parte, que España ha podido, en el seno de los órganos comunitarios, incluso en temas difíciles como el pesquero y el de ciertas zonas de nuestra agricultura, defender con relativa eficacia los intereses españoles; es decir, garantizar las condiciones imprescindibles para que las futuras etapas de nuestra integración no vayan a sufrir contragolpes negativos *
En el plano presupuestario, aún no es posible saber en términos exactos la diferencia entre las sumas que España aporta a la CE y las que va a recibir. Pero sí cabe decir que España recibirá, con toda probabilidad, de los fondos estructurales cantidades superiores a las que habían sido calculadas en un principio. Es un hecho importante porque el objetivo de estos fondos (de carácter social, de desarrollo regional, de reestructuración agraria) no es proteger intereses ya estabilizados, sino impulsar cambios estructurales; su concesión depende de la viabilidad de los proyectos concretos, y exige a la vez que el el Gobierno español realice determinadas inversiones. En este orden, nuestro relativo atraso, con respecto a las partes más desarrolladas de Europa, es un factor que puede facilitar la obtención de estos fondos.
Pero la entrada en la CE no ha sido solamente un proceso económico. Aunque en el terreno político España había empezado a. participar en ciertos aspectos de la vida comunitaria antes incluso de su ingreso formal, también en este orden de cosas se han producido avances importantes. Los 60 diputados españoles han participado en los trabajos del Parlamento Europeo; es cierto que los poderes de éste son limitados y sus debates no siempre desembocan en resultados coherentes; pero su existencia misma es una experiencia sin precedentes: aunque los órganos ejecutivos de la CE no responden ante el Parlamento (o lo hacen en una medida muy escasa), éste es elegido directamente por los electores de cada país y, por tanto, es el foro de un despunte de vida política europea. El hecho de que un diputado español, Enrique Barón, sea ahora el candidato del Grupo Socialista para ocupar la presidencia del Parlamento -y tenga grandes posibilidades de ser elegido- demuestra que España, la última ingresada, con Portugal, en la CE, tiene ya un peso sustancial en la política europea. El hecho de que los diputados europeos españoles no hayan sido aún elegidos directamente no ha sido obstáculo para la candidatura de Barón.
Los ministros españoles han tomado parte en 1986 en las numerosas reuniones del Consejo de Ministros de la CE, y Felipe González, en las cumbres de La Haya y Londres. Además de defender intereses españoles fundamentales, España ha participado, por primera vez, en los intentos de dar vida a una cooperación europea en materia de política internacional. Intentos escasamente fructuosos. Cabe anotar que España ha logrado un resultado modesto en sus esfuerzos por dar conciencia a la CE de la necesidad de prestar mayor atención a América Latina. Pero el problema político de fondo desborda la participación española: se trata de saber si Europa será capaz, o no, de definir una posición propia, en el mundo complejo que se anuncia en 1987.
Algo más que un gran mercado
La entrada de España en la la CE se ha producido precisamente en el momento en que las estructuras del Tratado de Roma aparecen insuficientes para responder a los nuevos retos de la historia. La necesidad de una Europa política, de instrumentos comunes que permitan pensar y realizar soluciones trascendiendo los marcos nacionales, se hace sentir, de modo cada vez más apremiante, en los más diversos campos. Es necesario superar el estadio de un simple mercado, por muy importante que éste sea.
El Acta Única, ratificada ya por todos los parlamentos, con la excepción del griego, y que entrará seguramente en vigor en el curso de este mes, es un paso muy tímido para permitir decisiones por mayoría y, por tanto, para crear o afianzar un espacio de supranacionalidad en la construcción europea. Sus objetivos son el mercado único europeo en 1992 y la cooperación política entre los Estados de la CEE en materia de política internacional. El Acta Única apunta en la dirección acertada; pero los plazos para avanzar con audacia hacia la Europa política no son indefinidos, si el Viejo Continente quiere escapar a una decadencia que le dejaría convertido, en el siglo XXI, en un museo de glorias pasadas. Sin embargo, no parece que exista conciencia de ello ni en los Gobiernos ni en las principales fuerzas políticas. El abismo es gigantesco entre esa demanda histórica y la incapacidad para superar las contradicciones entre unos Estados y otros, para definir una posición común europea ante los problemas mundiales.
El escándalo que ha estallado en EE UU con motivo del Irangate no es un sarampión sin importancia. No cabe prever que Reagan se recupere en lo que le queda de mandato. Hace falta considerar una coyuntura internacional en los próximos años con una política norteamericana debilitada, y en cierto modo imprevisible, sometida a nuevas tensiones. Europa no podrá seguir basando su seguridad en la protección y la subordinación a EE UU. Las contradicciones de la actitud europea ante las posibilidades de desarme nuclear que se manifestaron en Reikiavik -en particular sobre la opción cero para los euromisiles- han ofrecido un espectáculo lamentable. Por otro lado, la política más flexible que Gorbachov ha puesto en marcha ofrece posibilidades en materia de control de armamentos que hace falta someter a la prueba de los hechos. El establecimiento de sistemas efectivos de inspección in situ puede ir creando un clima de mayor confianza, con garantías para los dos lados. Este proceso abriría la posibilidad de ir desmilitarizando el concepto mismo de la seguridad, dando cada vez más peso a los factores políticos, económicos, incluso culturales, para afianzar una Europa más estable y más tranquila. En esta perspectiva, la aportación europea debería ser esencial, sobre todo, en un período de mayores indecisiones en la política de Washington. Si Europa, en cambio, no es capaz de afirmar una política más autónoma, por supuesto en el marco de las alianzas existentes, podemos entrar en una etapa de ocasiones perdidas y de deterioro peligroso de la situación internacional.
No cabe duda que en amplios sectores de las sociedades europeas apuntan aspiraciones a soluciones políticas renovadas, capaces de superar unas recetas rancias y conservadoras que ya han demostrado su ineficacia. Es significativa la facilidad con la que la protesta estudiantil se ha extendido desde Francia a otros países de nuestro continente; además de problemas concretos, las nuevas generaciones europeas son sensibles a cuestiones comunes como la carrera de armamentos, el peligro nuclear militar y civil, la miseria del Tercer Mundo, la angustia del paro y la falta de perspectivas para su propia vida. Sin embargo, estas aspiraciones encuentran escaso reflejo por ahora en las contiendas políticas. En la República Federal de Alemania, el partido socialdemócrata, que ha hecho un esfuerzo serio para presentar un programa renovador, ha sufrido graves retrocesos y todo indica que saldrá derrotado en las elecciones parlamentarias del 25 de enero. No parece que el predominio conservador, que caracteriza la política europea, pese a que Felipe González, Bettino Craxi y Andreas Papandreu sean jefes de Gobierno, pueda modificarse en el curso de 1987. Es un factor más para considerar sin optimismo, desde una visión europea, este año.
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