Gabriel Celaya, premio de Las Letras Españolas
Primer galardón oficial otorgado al escritor desde la guerra civil
Gabriel Celaya muestra en los ojos un primer signo de alarma al abrir la puerta a los dos primeros periodistas que llegan a su casa, y apenas acierta a defenderse: "Si es que estaba comiendo", dice. Serán como las tres de la tarde; hace 45 minutos que Gabriel Celaya es premio de las Letras Españolas -el primer galardón oficial que recibe después de otro que le dieron justo antes de la guerra civil-, y un frío sol de invierno se abre paso, frente a las ventanas de su pequeño salón, por entre la niebla de porquería que puede asfixiar Madrid de un momento a otro.Como casi todos aquellos que han creado una obra famosa en vida, ya está un poco cansado de su invento. Lo de la poesía social le fatiga. Y no tanto por ella, sino por el abrigo de tópicos en el que la han envuelto: "La han convertido en un marchamo, y era mucho más que eso". A la poesía social le han quitado frescura, que es algo que no se le puede quitar a la poesía. "Sí, le tengo terror a los tópicos", dice.
No hay forma de convencer a Celaya de que termine su tortilla de bonito, y en cambio conserva un vaso con lo que parece chacolí. Hace un calor cerrado en su piso empequeñecido por los libros y los cuadros: hay uno de Picasso, dedicado, del que habla irreverente pero con cariño. Son dos rectángulos que se cruzan, y en ese cruce aparece una nariz. Es como un presagio de esa matemática imposible que ahora aprenden los niños.
No quería ser manso cordero
Ya no están en política -él y Amparitxu, su mujer-, ni siquiera en el País Vasco. "No hay quien entienda aquello", dice Celaya con su castellano adiplomático. Veterano activista del Partido Comunista de España, Celaya fue candidato por el PCE en Guipúzcoa en las elecciones de 1977 y en 1979 se dio de baja, "porque no estábamos de acuerdo con muchas cosas antivascas" del partido.
Como que Carrillo no les dejara poner la ikurriña o levantar el puño. "Una imbecilidad", opina, "una actitud de manso cordero que no engañaba a nadie ni tampoco conducía a nada". Ahora les han llamado de las diferentes escisiones: Gallego, Iglesias, Carrillo... "Me han llamado todos, y yo, cero".
Quien vaya a casa de Celaya en Madrid notará seguramente los cientos de cerámicas que, apretadas en una repisa como en un concierto de temporada, dominan el salón. Sobresalen las figuras mexicanas. Notará también las varias cruces egipcias -la cabeza es un círculo- que menudean en tan pequeño espacio: en hierro sobre una pared o labradas sobre la mesa de su escritorio tipo secreter, que el poeta diseñó al igual que todos los muebles de la casa. La cruz era el símbolo de Norte, la editorial que ya no tienen.
Celaya reconoce que, pese a todo, puede vivir de su poesía. Y advierte: "Me ha costado. Lo hemos pasado muy mal". No tenía ninguna necesidad, pues era ingeniero y vivía bien, pero Amparitxu le hizo ver de una vez por todas que lo suyo era la poesía y que se dejara de historias. Se vinieron, pues, de San Sebastián a Madrid en 1956, "con una gabardina y una maleta pequeña", como en una novela.
Vivieron mucho de traducciones y conferencias con-viaje-y-gastos-pagados, ese mundo paralelo a la escritura. "Como el pobre Alberti, como un titiritero, y eso no es forma de vivir".
Mas este relato lineal es falso pues ayer, en casa de Celaya, el teléfono sólo dejó de sonar cuando el poeta hablaba para televisión y se cerraba la puerta. Apenas si pudo terminar una frase sin ser interrumpido, y más de una vez se alarmó sin verdadera angustia y sin motivo: "¡Cuántas tonterías estaré diciendo!", decía. El primero en llamar fue el ministro de Cultura, Javier Solana, a quien los Celaya conocían de cuando la cárcel: Solana iba allí a visitar a su hermano Luis, preso, y Celaya y Amparitxu iban a visitar a un hermano de ésta.
"¿Zer moduz?"
Aparece entonces un señor de pelo blanco, vestido con chaqueta de tweed, el pelo blanco y los ojos azules, que se va hacia el poeta y le abraza mientras le dice, le repite con cariño: "¿Zer moduz? ¿Zer moduz?" ("¿Cómo estás? ¿Cómo estás?"). Es Joaquín, el hermano, que se ha enterado del premio por la televisión y ha venido a felicitarle desde la casa de enfrente. Es uno de esos vascos sencillos y con sentido del humor que anulan sus canas y exigen el tuteo.
"Si es un premio al compromiso político", dice Celaya con cierta tristeza, "ya han pasado unos cuantos años de democracia" (sin que le haya venido un reconocimiento oficial).
La esperanza de la pareja había sufrido altibajos en los últimos días. Primero leyeron un artículo que le daba a él por ganador. Mas la ilusión se fue abajo cuando alguien les dijo que ganaría Cela: "Cela va antes en el abecedario", explica Celaya. "Pero seguro que no tiene 100 novelas tan bonitas como los versos de Celaya", reta Amparitxu.
Con independencia de los méritos de su obra, reconoce Celaya en otro momento, sus libros han sido uno de los pocos puntos de encuentro de varias generaciones que aspiraron a otra cosa.
Porque la casa de Celaya en Madrid fue centro de conspiración y, como él dice, "de verbena". Alguien cuenta que en cierta ocasión la portera se precipitó alarmada a pedirles que se escondieran. Costó convencerla de que quienes subían hacia la casa eran en realidad unos pintores del grupo El Paso.
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