La ficción como verdad
Fernando Trueba tiene olfato para el éxito, y lo ha demostrado unas veces con riesgo y otras con esa negación del riesgo que en la jerga del oficio llaman resultonería, una forma bastarda de atacar las dificultades que ofrece la realización de un filme a través de las líneas de menor resistencia.Su Opera prima es, en balbuceos primerizos, de las primeras; su Sé infiel, por sus eficaces trampas, de las segundas. Ahora, con El año de las luces, Trueba vuelve -con valentía para moverse en las zonas profundas del cine- al signo, multiplicado, de aquella su primera obra y nos ofrece, con muchísima distancia respecto de los precedentes, su mejor trabajo.
El año de las luces lleva dentro cine auténtico, nada tramposo e incluso en las antípoda de la trampa: una hermosa ficción llena de verdad, acariciada por un encanto indefinible, apoyada a cuerpo limpio en la mi rada de una cámara adiestrada para sostener de tú a tú un idilio con los personajes y suceso que su lente atrapa, sin la prótesis de aquella resultonería, es decir, sin eludir las líneas de mayor resistencia que le ofrece un precioso guión de Azcona muy bien atrapado por Imágenes, realizado con ternura, destreza, autoexigencia y talento, e interpretado admirablemente.
El año de las Iuces
Dirección: Fernando Trueba. Guión: Rafael Azcona y Trueba. Fotografía: Juan Amorós. Música: Francisco Guerrero. Producción: Andrés Vicente Gómez. Española, 1986. Intérpretes: Jorge Sanz, Maribel Verdú, Manuel Alexandre, Rafaela Aparicio, Lucas Martín, Verónica Forqué, Santiago Ramos, Chus Lampreave, Saza, Juan de Pablos, Violeta Cela. Estreno en cines Proyecciones, Azul y La Vaguada. Madrid.
Conjuga el relato la aventura de una docena de personajes singularmente vivos, que jamás se mueven sobre el artificio, sino sobre la elaboración. Narra una historia cercana y lejana, un instante auroral de la España contemporánea, y lo hace con cierto tono fordiano, lo que quiere ser una manera de traer aquí, para entendernos, el eco de aquella mágica intemporalidad que John Ford extraía de ficciones hondamente enraizadas en el tiempo.
Cada personaje -con la excepción del que interpreta Chus Lampreave, que está poco apoyado argumentalmente y resulta algo retórico- se define siempre por algo que hace, por la captura visual de su conducta, y se construye a lo largo de una sucesión de pequeños, a veces casi imperceptibles, momentos llenos, cuya plenitud parcial se funde, a medida que la película avanza, en otra plenitud cada vez mayor.
De esta plenitud, una vez finalizada la película, recordamos no tanto cada uno de los momentos en sí, por bellos que sean, y con frecuencia lo son, como su sucesión o su fluencia, algo que tales momentos dejan caer, a medida que transcurren, sobre la retentiva del espectador y que éste traduce en su interior como una tonalidad, un deje o un sabor: signos de elegancia o distinción de lo que en cine llamamos un estilo.
Trueba extrae el indefinible encanto de su fábula, no sólo de una luminosa combinación de drama, comedia y del trenzado lírico entre uno y otra, sino ,también de la comodidad con que sus actores crean con él esa fábula, y en ella mueven en cada instante preciso el elemento visual preciso como quienes interpretan una compleja partitura musical.
Cada uno de los actores otorga tal dignidad a los personajes y sus inflexiones argumentales que todas resultan creíbles, por exageradas que sean: no las fingen, las hacen. Las composiciones de Alexandre, Saza, Maribel Verdú, Jorge Sanz, Rafaela Aparicio o Verónica Forqué, como las de los otros, son una densa y transparente red de misteriosas interconexiones entre sus actos, sus palabras y sus gestos residuales. Actúan, existen y nos hacen existir con ellos, algo sólo posible en el cine de verdad, nunca en el fingido.
Babelia
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