La obra maestra desconocida
Una de las certezas que la edad adulta se encarga de hacer desaparecer es aquella convicción con la que se nace, y que luego se alimenta en la adolescencia, de que existe una correspondencia de todo lo que íntimamente se desea con el mundo exterior. No es así, como ya sabemos. Pero, con todo, esa época lejana nunca es demasiado lejana, y pueden recordarse y hasta revivirse aquellas expectativas que el tiempo se encargó de borrar.Han caído en mis manos 15 manuscritos de narraciones cortas y novelas con el objeto de que seleccionara la mejor o mejores para ser premiada en un concurso literario. Y es aquí cuando no tengo más remedio que reconocer la enorme dificultad que supone el juicio equilibrado, razonable y estimulante (por justo), que en diferentes ocasiones hubiera pedido para mí. En un primer momento, los hojeo: leo los títulos, los lemas y algunas páginas aquí y allá. La gente escribe sin parar, me digo. ¿Por qué querrán escribir? Imagino a todas esas personas de quienes ni siquiera conozco el nombre o, lo que es tal vez más importante, la edad, inclinadas sobre la hoja de papel o la máquina de escribir, buscando los hilos de la historia, luchando contra las palabras que no se dejan hilvanar tan fácilmente, contra las ideas que se escapan. ¿Habrá, entre la pila de manuscritos, una obra maestra?
Pero en seguida comprendo que no lo encontraré. No porque no exista aquí, escondido entre el papel mal que bien mecanografiado y fotocopiado, y mal que bien encuadernado, sino porque, como sucede cuando se compara algo, mi mente se ha corrompido. Todas estas frases han empañado mi capacidad de juicio. Y descubro algo que me sorprende y que es completamente obvio: no se puede juzgar un manuscrito. Vuelvo a afrontar la lectura desde el principio. En una ocasión, me parece que sobran adjetivos, me pierdo en una sintaxis complicada, abstrusa.
Juicios equivocados
Y entiendo ahora por qué se emiten tantos juicios equivocados o desacertados, por qué se clasifica mal una novela o por qué tantas veces tarda en valorarse una obra. Si mi capacidad de discernimiento, en el caso de que la tuviera, se ha visto tan menoscabada con la lectura de únicamente 15 manuscritos, ¿cómo voy a pedir que el resto de las mentes humanas se mantengan incólumes? Los bienes de la lectura son muchos, y nunca se ensalzará lo suficiente el gran favor que nos hizo Gütenberg al poner tan accesiblemente en nuestras manos las obras del espíritu. Pero, ¿y los males? De ellos han hablado, como bien sabemos, muy importantes novelas. Con la mente un poco nublada me alejé de los manuscritos. No me cabía ni una frase más y no sabía si eran todas buenas o todas malas.
Antes de empezar a leer, había sentido miedo a hacer recaer el premio, o a ayudar a hacer recaer el premio, en una persona que no se lo mereciera, lo cual no es grave en sí mismo, sino por la posible existencia de otra que sí se lo mereciera y para quien ese desenlace supusiera una injusticia. Pero cada vez me preocupó menos esta injusticia. El hipotético desánimo del vencido nunca me había preocupado mucho, porque es algo inevitable en cualquier empresa. Nada se derrumba con un fracaso de estos. Era la injusticia en sí misma lo que me preocupaba. Esta preocupación me abandonó y surgió la inquietud, que se fue convirtiendo en certeza, de que la obra de arte pasara ante mis ojos sin que yo fuera capaz de reconocerla.
Pensé en los anónimos concursantes y, olvidando sus manuscritos, me pregunté por sus ilusiones, las que les habían empujado, no al concurso, sino al papel. ¿Habrían nacido con ellas o se habrían alimentado en los oscuros pasillos de la adolescencia? Pero debían haber pensado alguna vez, y tal vez todavía pensaban, que su obra haría detener el pulso del lector. ¿Se creían destinados a eso, a cambiar el mundo, a vencer a la muerte? Todo lo que eran y pensaban ser quedaría plasmado en un conjunto de hojas de papel, encerrado en un libro en el cual el lector encontrara un mensaje único. Pero ni la singularidad ni el mensaje son garantía de nada, más bien son componente de casi todo. Y eso lo descubre, tarde o temprano, el escritor. Y nuestros criterios, nuestros juicios, no son infalibles. Lo bueno se parece demasiado a lo malo. Los valores de la época nos corrompen. Pero ¿a quién se dirige la obra maestra, al fin y al cabo? Siempre a la inmortalidad, que no es don humano. Esto será siempre un consuelo, una advertencia, y el impulso de toda ambición.
Babelia
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