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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La vergüenza universitaria

EL JUEVES pasado, medio millón de estudiantes se manifestaban en París contra un proyecto de ley del Gobierno de Chirac que tiende a incrementar las tasas universitarias, a potenciar la oferta de la enseñanza privada con el pretexto de aumentar la competitividad entre las diversas universidades y a extremar el rigor en el acceso a las universidades públicas. Coincidiendo con la movilización esdudiantil francesa, cerca de 20.000 jóvenes estudiantes de bachillerato y de formación profesional se manifestaban en Madrid y en otras ciudades españolas convocados por un hasta ahora desconocido Sindicato de Estudiantes de Enseñanza Media.Los manifestantes españoles no se dirigían contra un proyecto de ley, sino contra la política concreta de un Gobierno referida a la enseñanza universitaria, cercana en algunos aspectos a lo que pretende el Gabinete francés. Las posibilidades de una enseñanza universitaria privada son aquí todavía insignificantes, pero es indudable que la política del Gobierno socialista en materia de acceso a la universidad se diferencia muy poco de la que habían mantenido los Gobiernos centristas que le precedieron.

Por lo que a las tasas académicas se refiere, la Administración socialista ha mantenido el criterio de seguir aumentándolas constantemente, aunque matizadas por el índice del crecimiento anual del coste de la vida. Además de las protestas contra la selectividad y el aumento de las tasas, otra de las reivindicaciones de los manifestantes españoles es la exigencia de que no se supriman los exámenes de septiembre. Ante ello, el Ministerio de Educación se apresuró a insinuar que esta petición era consecuencia de cierta manipulación sobre los estudiantes, puesto que no se pensaba en esta supresión. Tal vez algo de manipulación ha habido en esta cuestión, pero el ministerio no dice toda la verdad cuando asegura que continuarán esos exámenes. De hecho, el último decreto regulador del acceso a la universidad supuso la devaluación de la convocatoria de septiembre, al menos para los alumnos de COU y para el examen de selectividad, toda vez que el alumno que supera los exámenes en junio tiene opción a elegir carrera, pero el de septiembre prácticamente no.

Esto dicho, es necesario reflexionar sobre los problemas que los estudiantes han empezado a hacer aflorar, con independencia de cuáles sean los grupos políticos que alimentan la protesta. La enseñanza española adolece de demasiados defectos tanto en su calidad como en la coherencia de sus planes de estudios. A las dificultades estructurales de encontrar empleo se suma día a día la inadecuada preparación de las distintas promociones estudiantiles, mal pertrechadas de conocimientos modernos y poco eficaces para integrarse con rendimiento en el sistema productivo. Tenía que llegar un día en que estallara la protesta por esta situación, que convierte muchos años de juventud en esfuerzos inútiles. El apresamiento de una potencial oferta de trabajo en los años de estudio, con repeticiones de cursos y vacuo alargamiento de programas, puede haber sido una medida política que hiciera disminuir la contabilidad del desempleo juvenil, pero ello tiene un límite. En los pantanos donde se represa a esos cientos de miles de jóvenes cunde la desmoralización y el desaliento. Su inhibición ante los temas públicos, su desinterés por las grandes cuestiones, no es sino una consecuencia directa del sentimiento de marginalidad en que les coloca un sistema que no se ocupa de atender sus expectativas.

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La ley de Reforma Universitaria sentó las bases para una reforma que necesita tiempo, pero la universidad de ahora mismo requiere soluciones inmediatas. En primer lugar, una financiación adecuada, que si bien es cierto que se ha doblado durante la primera legislatura socialista, no ha superado todavía el nivel tercermundista del que se partía. Y esto valdría también para la política de becas, que todavía sigue lejos de garantizar una auténtica igualdad de oportunidades. Pero íntimamente unido al problema de la financiación se encuentra el del modelo de universidad que la sociedad española necesita.

La, en general, mediocre preparación del profesorado -ocupado en currículos vacuos- y su mezquina dedicación a los alumnos, la falta de rigor en los planes de estudios, convierten a muchas carreras en largos períodos de molicie y tedio, para desembocar en un desvalorizado diploma. En las condiciones de una sociedad atrasada, aislada y basada en el culto a los títulos, alcanzar una licenciatura suponía alistarse en una casta de privilegios automáticos. Pero ya hoy, pese a los intentos corporativistas, la dinámica del empleo exige el valor profesional intrínseco y centrifuga la retórica de las titulaciones.

A la calificación de la universidad como fábrica de parados se añade la de haberse convertido en una institución retardataria de la modernización y el rearme técnico y cultural del país. Tanto las autoridades como parte del estamento universitario deben dejar de ser cómplices de los perversos intereses que paralizan la promoción y difusión del conocimiento, hacen malgastar años y fondos públicos y extienden la frustración entre la juventud. El deterioro que pesa hoy sobre la universidad, donde sin duda hay miembros excepcionales que siguen honrando el nombre de maestros, es acaso el mayor baldón que pesa sobre la cultura española.

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