El español y la droga
Los españoles mayores de cuarenta años e inferiores al medio millón anual de ingresos, ven eso de, la droga como una cosa de chicos maleducados o de la guapa gente de derechas. Sin embargo, el español medio no constituye, ni mucho menos, un pueblo sobrio. La primera droga nacional es el tabaco, seguida inmediatamente del café y el alcohol. Lo que pasa es que se trata de tres drogas domésticas. E incluso rituales. Uno no era hombre, en mis tiempos, hasta que no empezaba a fumar (y esto incluía, entonces, la bella y complicada artesanía de liar el cigarrillo). Todos hemos empezado fumando cigarros de anís que vendían en los quioscos de caramelos y novelas del Coyote. Luego, la mayoría se pasaron a la nicotina y el cáncer.En cuanto al café, somos, sin duda, el pueblo más consumidor de la tierra. El café es nuestro té. Los ingleses toman mucho té, que es exactamente lo mismo que tomar café, con iguales virtudes y venenos. Sólo que los ingleses toman el té ritualmente, hacen del té un alto en sus vidas, mientras que los españoles toman el café desordenadamente, a cualquier hora, o mejor a deshora, sin rito ni coñas. (Julio Camba, recién llegado a Londres, contaba que, al leer en toda partes five o'clock tea, se dijo: "Sin duda, lo de tea debe ser el té. El five o'clock ése serán las pastas".
El alcohol, en España, se reviste mayormente de púrpura cardenalicia y recibe el honesto nombre, de vino. Todos los bebedores de: vino invocan a don Gregorio, Marañón, que recetaba un poquito en las comidas.
Parece que el hombre se viene drogando, de una forma u otra, desde la prehistoria, y que también los animales se drogan o estimulan a su manera. Schiller olía manzanas para flipar, Stendhal leía unos párrafos del Código Civil, Artaud tomaba peyote y se rascaba con un puñalito una herida del cráneo, Balzac bebía café continuamente, Baudelaire hizo de las drogas su segunda profesión, o quizá la primera. Verlaine le pegaba al ajenjo, Dylan Thomas a la cerveza, William Borroughs a todo, Cocteau al opio, Poe al alcohol, Plá al picón, Tennessee Williams al martini con seconal, Capote a la vodka, los antiguos a la mandrágora, como excitante sexual, Rubén Darío a los alcoholes apollinerianos, Michaux a las drogas que transforman el sueño, y en este plan. Sólo que la droga, la que sea, pone al genio o al creador a la altura, de sí mismo, le salva de la condición mediocre de los días, en tanto que, para el resto de los consumidores, cualquier droga no es sino pasivizante, evasiva, desestructurante de la personalidad. Hay quien se droga para huir -del vino al LSD- y quien se droga para crear. En este último caso podríamos hablar de la droga como cultura (y de la cultura como droga). El señorito español, tradicionalmente, se desvirgaba con una botella entera de coñac. Hoy lo hace con una sobredosis de material. Pero sigue siendo un señorito bebido o drogado. Nuestra literatura ha sido una literatura de café con leche. El cuerpo suministra sus propios venenos y sus propias drogas al cerebro, mas tendríamos que hacer nuestra la frase del Claudio de Robert Graves: -Dejemos que nos invadan todos los venenos que acechan en el fango.
El irracionalismo del español frente a la droga (entendiendo por droga cualquier estimulante o pasivizante, científico o psicológico) es un irracionalismo bifronte. Por una parte rechazamos en masa, las dos o tres generaciones posteriores a los 40 años, la drogadicción de los jóvenes, y por otra nos dopamos día y noche de café, coñac, aspirinas, whiskies sociales, somníferos y valium con receta. Nuestro rechazo de la droga (o de su uso) es, pues, moral antes que higiénico. Generacional antes que moral. En cualquier sala madrileña de rock duro se consumen drogas. El cantante las consume para estimularse, para remontarse, para cantar mejor. El público, para "recibir" mejor el mensaje rockero. El rock, sin el subrayado de la droga, no sería el fenómeno universal que es. Rechazamos la droga juvenil como rechazamos el sexo juvenil, por un resentimiento generacional. Nosotros descubrimos el sexo en peores condiciones. Hay gente muy joven que considera imprescindible drogarse previamente para ir a ver los Boscos del Museo del Prado. Para que un cuadro del Bosco se ponga en movimiento. No está uno, naturalmente, haciendo la apología de la droga, sino todo lo contrario: la explicación de Baudelaire lo explica todo: "En la droga no encontraremos nada que no llevemos a ella previamente". Lajuventud española, hoy, en su inmensa mayoría, se droga para nada. Y son diarias las informaciones del fallecimiento de seres solitarios, por sobredosis, en nuestra sociedad. Del mismo modo que se ha hablado del delincuente como caso social (la sociedad ejecuta robos y crímenes mediante el brazo de un desgraciado), se puede hablar del suicidio, voluntario o involuntario (siempre secretamente querido, y por eso hablo de "suicidio involuntario") como caso social. La droga, en principio, nos ayuda a colorear una vida en blanco y negro, hasta que nos devuelve al triste espectáculo bicolor o incoloro, para finalmente depositarnos en el negro.
A nivel lumpem la droga es el paraíso artificial que primero anula un problema en falso y luego lo resuelve con la muerte. A nivel jet, la droga ha sustituído a la pistola romántica para salir de un problema financiero o un escándalo político. Lo diabólico de la droga, en fin, es que pone siempre de manifiesto nuestra doble personalidad, facilita el desdoblamiento, explica mejor que nada, del alcohol a la cocaína o la heroína, que en nosotros hay otro. Una vez hecho este descubrimiento, difícilmente se puede renunciar a él. El alma que Descartes situaba en la glándula pineal, y los griegos en el hígado, la ciencia la ha encontrado en la totalidad del individuo. A lo que asistimos, como el apogeo casi religioso de la droga, es a la epifanía del Otro, con la mayúscula de Freud, aunque esto no tenga nada que ver con Freud. La humanidad se ha drogado siempre, como queda dicho, pero sólo desde Quincey y Baudelaire empieza a reflexionar sobre la droga. Y la conclusión natural de estas reflexiones es que los excitantes cerebrales han desvelado una humanidad oculta que había dentro de la humanidad, han sacado fuera al "hombre interior" de que hablaban los místicos.
Si a ese hombre otro no lo llamamos alma, habremos perdido la última oportunidad de tener un alma. Lo que no está claro es si tener un alma es bueno o malo. Sin duda., se está más cómodo siendo uno solo, pero el otro mejor, más perceptivo, más creativo, es el yo oculto, el que dormía hasta que lo despertó el filo del alcohol o la mano de humo de la droga, o el viaje inesperado que la sangre inicia de pronto a través de sí misma. Todo esto es antisocial.
Truman Capote decía que las metáforas son "antisociales". Y el estimulante no hace sino trasladarnos a un estado metafórico, que naturalmente es el verdadero.
La Iglesia, en España, condena la droga (y en el mundo); pero el uso que la Iglesia hace del pan y el vino, del incienso y la mirra, es un uso estupefaciente que coloca al creyente, al practicante, que le pone en disposición de creer lo que no ve, o de ver lo que nunca se ha creído del todo. Así pues, la represión religioso/social de la droga no es un simple asunto policíaco. Yo diría que es un asunto religioso, teológico. Con la dernocratización de la droga en España, y la rica literatura que la acompaña, dos o tres generaciones de españoles nuevos han accedido a una nueva religiosidad, a la vividura de su alma, de su otredad, desde el rockero picado y muerto a la colegiala que se flipa chupando sellos y cáscaras de plátano. El alma está al alcance de la mano, la vende barata un camello. Es lo que no había conseguido la teología en tantos siglos. Esto hay que arreglarloo.
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