La disfunción de la Universidad
La idea de Universidad todavía predominante se confunde con su proyecto humanista, fraguado en el período de la Ilustración europea. Este ideal de enseñanza superior estuvo indisolublemente ligado a una burguesía liberal y a los objetivos emancipadores de las repúblicas europeas y los movimientos de independencia política de sus antiguas colonias de ultramar. El sentido y el objetivo de la Universidad ilustrada giraban en torno a los valores éticos de autonomía y realización individuales. Su proyecto se servía de una educación filosófica, filológica y artística en consonancia con el espíritu de una política liberal que hasta finales del siglo XIX aspiró a una armonía entre el progreso científico e industrial y los valores éticos y estéticos del clasicismo y el Renacimiento. La tarea pedagógica de la Universidad era subsidiaria, como nítidamente reflejan las reflexiones de Humboldt, de un concepto general de cultura como medio de realización y plenitud individuales, de la que la Universidad precisamente debía ser una expresión ejemplar. En la discusión filosófica sobre la Universidad moderna, de Kant o de Fichte, por ejemplo, este objetivo se fundaba, al mismo tiempo, en un concepto de ciencia transparente en cuanto a su función social y sus dimensiones éticas. Sin duda alguna, este ideal histórico de una educación a la vez científica y humanista encerraba la creación social de una elite política y económicamente privilegiada. Pero la crítica sociológica de este ideal humanista no puede reducir legítimamente a esta sola dimensión política lo que constituyó el fundamental contenido emancipatorio de la Universidad y de las ciencias modernas.La influencia cultural y política de este concepto de ciencia se expandió de los centros intelectuales europeos del siglo XVIII a su periferia y se ha hecho sentir hasta nuestros días. En la atrasada España, todavía dominada en el siglo XVIII por el poder de la Inquisición y el predominio intelectual de la escolástica, un humanista como Jovellanos logró introducir eficazmente el espíritu socialmente renovador de las ciencias modernas. El otro ejemplo lo proporcionan las universidades latinoamericanas del siglo XIX. La fundación y la reforma universitarias en países de grandes posibilidades económicas como México o Brasil significó, bajo la influencia del positivismo, un tardío renacimiento de aquellos mismos objetivos unitarios de autonomía cultural, progreso científico y democracia que inspiraron a la Ilustración europea. Quizá el último ejemplo histórico que reformuló institucionalmente este mismo espíritu lo constituyen los años de fundación de la Universidad Libre de Berlín, inmediatamente después de terminada la II Guerra Mundial.
A partir de 1945, sin embargo, el propio desarrollo industrial fue desplazando el papel cultural de las universidades en mayor o menor medida según el grado de desarrollo de las respectivas economías nacionales y de sus constituciones políticas. Los fenómenos de masificación y burocratización se impusieron por todas partes. La Universidad dejó de ser paulatinamente el alma de una elite política e intelectual para convertirse en una fábrica de cuadros técnicos. El concepto humanista de una formación cultural, generosa en cuanto a sus contenidos y sostenida por una dimensión ética, dio paso progresivamente a una racionalización y especialización de sus tareas bajo los imperativos de la eficacia económica y tecnológica.
AÑOS DE LA REBELIÓN
La crisis internacional de las universidades acaecida en los años sesenta constituye una clave esencial para comprender su decadencia actual. A menudo se pierden de vista, a propósito de aquellos años de rebelión estudiantil, los aspectos específicamente científicos y educativos que la generaron en provecho de las impresionantes consecuencias políticas a las que dio lugar. Sociológicamente hablando, aquella crisis fue el resultado de un desarrollo cuantitativo de los programas de investigación y enseñanza y de un crecimiento numérico de estudiantes sin precedentes históricos.
Como consecuencia del propio desarrollo tecnoeconómico, la Universidad industrial llegó a concentrar un inmenso potencial humano y científico de poder. Esta situación era intrínsecamente conflictiva bajo sistemas políticos parlamentarios que carecían socialmente de un concepto de democracia en cuanto a su contenido, y lo era más todavía en sociedades sometidas a regímenes autoritarios. Pero aquella crisis de la Universidad procedía fundamentalmente del propio carácter conflictivo de las ciencias modernas, cuyo desarrolló ya no es capaz de mostrar, al contrario de lo que sucedía en la cultura europea del siglo XVIII o en la latinoamericana del XIX, objetivos sociales transparentes. La conciencia de un crecimiento científico y tecnológico agresivo, en un sentido político, como ético o ecológico, puso en entredicho la propia legitimidad de la Universidad como institución formativa.
Los años sesenta contemplaron por este motivo el florecimiento de innúmeras alternativas en los campos científicos más diversos, desde la ingeniería hasta la pedagogía y desde la arquitectura hasta la psiquiatría, en los que fundamentalmente se trató de remodelar los métodos, las estrategias y los objetivos de la producción científica bajo criterios sociales emancipatorios. El movimiento estudiantil de los años sesenta puso en cuestión el concepto moderno de ciencia en cuanto a sus objetivos, lo que significaba, al mismo tiempo, retomar el olvidado hilo de oro del ideal humanista de Universidad, sólo que ahora bajo una dimensión crítica, puesto que la nueva elite intelectual no contaba realmente con una base social y económica que pudiera sostener o al menos apoyar una reforma de las ciencias y de sus instituciones formativas sobre la base de contenidos sociales nuevos.
UNA DIRECCIÓN TRANSPARENTE
El fracaso internacional del movimiento estudiantil fue, en primer lugar, el de su proyecto de conferir al desarrollo y la comunicación científicos una dirección transparente y democráticamente controlada, aun cuando la dimensión política de la liquidación de sus aspiraciones democráticas no pueda dejarse de lado. Por lo demás, la involución institucional y social que le siguió fue negativa en todos sus aspectos. La frustración del medio estudiantil llevó sus protestas hacia formas progresivamente herméticas y desesperadas, y al terrorismo como su degradación final.
El caso de Alemania ofrece muchos signos dramáticos a este respecto. A su vez, la represión política del movimiento estudiantil condujo a un vaciamiento intelectual de las universidades y a la obstrucción de sus formas más espontáneas y creativas de comunicación. Un modelo ejemplar en este sentido lo constituyó la universidad de Nanterre, en Francia, creada como paradigma de Universidad moderna, técnicamente eficiente y socialmente abierta, que se convirtió rápidamente en un centro de agitación izquierdista, y acabó convirtiéndose, tras la liquidación del movimiento estudiantil, en una de las más rutinarias universidades francesas. Sus estudiantes acuñaron a comienzos de los años setenta el término de banalización para definir el resultado final de este proceso.
Pero la característica dominante de las universidades contemporáneas no es solamente la rutina banalizada de una vida intelectual reducida a las funciones curriculares. Dos procesos se han abierto claramente a este respecto. De un lado, las exigencias de competitividad económica han impulsado, particularmente en los países desarrollados, su progresiva racionalización tecnológica. Las tareas científicas rentables desde una perspectiva tecnoeconómica han tendido y tienden a anular la función formativa de la Universidad, lo que se traduce en la lenta pero tenaz marginación de los contenidos humanistas, filosóficos, estéticos y críticos de la enseñanza universitaria.
Se pueden citar a este respecto numerosos y ostensibles casos, como la eliminación de disciplinas filosóficas en las universidades americanas, la desaparición de la filología clásica incluso en universidades como las alemanas, en las que poseen una tradición casi legendaria, o la transformación de facultades de otrora marcados componentes sociales y artísticos en institutos técnicos, como los de arquitectura. Este proceso se ha apoyado, a su vez, en una organización cada vez más vertical de la enseñanza y la investigación científicas, en perjuicio de la autonomía de los institutos, de la flexibilidad horizontal de proyectos interdisciplinares y del necesario marco de espontaneidad que requiere una comunicación intelectual mínimamente creativa.
La docencia tiende con ello a fragmentarse en una esterilizante separación departamental y a limitarse a una rutinaria función curricular. El caso más salvaje que he conocido a este respecto es una facultad de Filosofia, en la universidad de Madrid, que con apenas 25 profesores decidió dividirse en tres compartimientos estancos, dedicados, respectivamente, a la Ética, la Teoría de las Ciencias y la Historia. Todo este proceso de empobrecimiento no se cumple sin una legitimación teórica: la de una objetividad científica y una profesionalización que en el mejor de los casos fomenta el desarrollo rutinario de una investigación técnicamente perfecta, pero carente de objetivos en cuanto a su contenido y, por tanto, también de dirección.
En aquellas universidades que tradicionalmente carecen de una eficiencia tecno-
científica, por tanto, en los países menos desarrollados, se da un proceso semejante en cuanto a sus consecuencias: la burocratización de la enseñanza universitaria a través de la creciente politización de su administración. En países como España o México este fenómeno adquiere proporciones ciclópeas, en parte como secuela de la degradación izquierdista de la revuelta estudiantil. Los agitadores de ayer, por una ironía de la historia que, sin embargo, se explica en razón de estrategias políticas más bien poco afines a la deseable transparencia de la comunicación científica, se han convertido en los administradores de hoy.
LA ADMINISTRACIÓN SE POLITIZA
Y con sus nuevos protagonistas, la Universidad se ha convertido en el escenario de carreras; políticas más o menos estelares, de intrigas, pactos y compromisos de intereses, de favoritismos, clientelismos, amiguismos y grupos de presión, un paraíso, en fin, para almas cándidas que acudan a sus aulas para aprender los frágiles caminos del conocimiento. El resultado de esta instrumentalización política de la formación universitaria, complementaria a su instrumentalización tecnoeconómica, es la apatía intelectual de sus miembros y la despolitización de las ciencias. Nunca las actividades científicas de la Universidad estuvieron más alejadas de los problemas cotidianos del mundo.
La pérdida de cualquier dimensión formativa, que necesariamente encierra una dimensión estética, una comprensión teórica global de la realidad, y el espacio para una actuación intelectual no solamente eficaz, sino también flexible y creadora, se exhibe obscenamente en la propia arquitectura de las universidades erigidas en los últimos años. Comparar el idilio intelectual neogótico de universidades como la de Princeton, en Estados Unidos, con la grandilocuencia faraónica de una universidad como la de São Paulo, en Brasil, resulta chocante.
Se me objetará con la mayor facilidad que no es legítimo comparar una flor de la entonces joven democracia norteamericana con las; miserias y vicisitudes de universidades levantadas por dictaduras militares. Pero es interesante reparar en las diferencias en cuanto al contenido de dos modelos de vida intelectual que tienen en común su carácter internacionalmente representativo.
Por decirlo en dos palabras, Princeton tiene el encanto de un espacio extremadamente agradable que acoge a sus moradores y les invita al diálogo, al estudio y la reflexión. Los lugares de encuentro se cuentan por decenas, y uno siempre acaba, sin saber por qué, metido en confortables bibliotecas. Lo que sorprende visualmente en tina universidad como la de São Paulo es su monumentalidad fuera de toda escala humana. No sólo es difícil su acceso desde la ciudad, sino que la misma distancia entre sus facultades se mide en kilómetros. Sus edificios expresan una voluntad megalomaniaca. Hay facultades, concebidas, sin embargo, para un número reducido de estudiantes, cuyos portales, halls, rampas de acceso y salas de actos parecen más apropiados para desfiles de caballería o almacenes industriales que para el recogimiento del trabajo y el diálogo humano. Son verdaderos mausoleos de la inteligencia en los que no existe intimidad alguna que pueda acoger la reflexión.
Repito, sin embargo, que es éste solamente un caso extremo de un proceso de fragmentación disciplinar, reproducción burocrática y pobreza intelectual, cuyos signos se han vuelto universales.
Pero no sólo para almas delicadas que anhelan el ideal de un foro independiente en el que la inteligencia pueda indagar los maravillosos secretos de la naturaleza o los complicados destinos de la sociedad, la Universidad se está convirtiendo en una institución obsoleta. La perspectiva futura de la Universidad no es más lisonjera desde el punto de vista de su rendimiento tecnoindustrial. Hoy es ya dominio de todos una tendencia que se prefiguró en Norteamérica inmediatamente después de Hiroshima.
El proyecto Manhattan, ligado a la Columbia University, y los conflictos morales que ocasionó su cumplimiento pusieron de manifiesto la necesidad de integrar directamente la investigación científica bajo la Administración militar y separarla, consiguientemente, de las universidades. Esta integración se ha ampliado en los últimos años a todas las empresas industriales de envergadura internacional. Se trata de una evolución institucional que entraña una dimensión históricamente nueva del desarrollo científico, y en muchos casos aparece como una feliz alternativa a la creciente infuncionalidad Y consiguiente cinismo que imperan en muchas. universidades.
Tanto más cuanto que estos centros de trabajo abarcan amplios campos del conocimiento, incluidos los humanísticos, y la lógica capitalista de rentabilidad que los distingue impone un grado de eficiencia y de creatividad que la Universidad, en general, no garantiza ya. Ciertamente el proceso de integración industrial del conocimiento plantea a éste el delicado problema de su independencia. Pero la experiencia muestra, al fin y al cabo, que es más fácil entenderse hasta con las máquinas, cuando son inteligentes, que con funcionarios de mentalidad corporativista y, en definitiva, parasitaria.
No cabe ninguna duda de que estos nuevos centros de investigación son hoy decisivos para el desarrollo tecnológico, y, en la medida en que su radio de acción se amplíe también a los aspectos culturales, sociales y artísticos, pueden contribuir a un auténtico progreso social. Y, sin embargo, las posibilidades más espectaculares que tales alternativas puedan acariciar no debieran volver nuestra espalda al problema de la Universidad actual.
Ésta sigue siendo una institución cultural fundamental por la cantidad de jóvenes y la variedad de conocimientos que alberga. La Universidad sigue teniendo la vital importancia de una institución pública dedicada a la formación en el sentido más amplio de la palabra, aun allí donde se encuentre amurallada y separada de las ciudades y su maquinaria haya convertido la educación en un deprimente sistema de tortura espiritual. Hoy es necesario declarar y discutir abiertamente los males que aquejan a las universidades.
Considero, como muchas otras personas que han tenido la suerte o la desgracia de una experiencia académica diversificada en muchas y muy diferentes universidades, que su realidad es muy sombría. Creo que la situación académica del mundo actual, que encierra al mismo tiempo la del contenido social de la tecnociencia en la cultura posindustrial, ha alcanzado el límite de su degradación imaginable. Un filósofo brasileño ha formulado recientemente esta situación bajo una valiente disyuntiva: Universidad o barbarie, un nuevo concepto, de barbarie que no afecta solamente a las condiciones deformadoras de la actual educación universitaria, s¡no al propio desarrollo de las culturas nacionales e históricas. Pero ni todo en las universidades actuales es podredumbre ni su estancamiento actual cierra completamente todos los caminos de salida. Quizá es preciso recordar que, en el último extremo, el más elemental contacto con jóvenes llenos de curiosidad intelectual y con decidida voluntad de abrirse paso de una manera libre y reflexiva en las difíciles condiciones sociales del mundo de hoy es y será siempre un estímulo incontrovertible para nuevas ideas y fórmulas organizativas, para una reforma de los contenidos y sistemas de comunicación académicos, a las que la Universidad está constantemente obligada aunque sólo sea por el simple hecho de que nuestra sociedad plantea todos los días nuevos y más acuciantes dilemas.
El camino es largo y las soluciones son difíciles. No es éste el lugar más adecuado para plantear si las estrategias inmediatas de renovación e innovación deben privilegiar centros autónomos de investigación, fomentar la interdisciplinaridad, crear espacios intelectuales extracurriculares o apoyar la proyección social de la actividad académica. Pero me parece importante subrayar la necesidad de que, allende las reformas administrativas y legislativas a las que están sujetas las universidades en el mundo entero, en razón de los cambios sociales, las innovaciones tecnológicas o la evolución política de las naciones, se planteen y discutan con el mayor rigor las cuestiones que afectan, en cuanto a su contenido, a los objetivos sociales de la formación académica y del desarrollo científico.
EL IDEAL DEGRADADO
El ideal humanista de la Universidad moderna se ha degradado a poco más que una frase retórica. En muchos aspectos la función de la Universidad actual se ha vuelto opaca, desde el punto de vista de quienes acuden a ella en busca de una experiencia ejemplar de la realidad y de conocimiento, y también desde el punto de vista social. Esta opacidad es hoy, en primer lugar, inherente al propio desarrollo tecnocientífico.
Admitir esta deshumanización real como una necesidad histórica significaría, sin embargo, aceptar el fin de la Universidad y una barbarie científicamente concertada. Por el contrario, reactualizar aquella finalidad transparente que las ciencias; exhibían bajo su necesaria organización académica sólo es posible hoy abriendo decidida y generosamente nuevos espacios intelectuales para la discusión de sus contenidos y sus formas y sus objetivos. De la creación de estas nuevas formas de comunicación y de su emplazamiento en el corazón de las universidades depende, hoy más que nunca, su propia sobrevivencia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.