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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Ni belleza ni diablo. Ni nada

Un espectáculo impresentable. Duele ver que personas estimadas y solventes en su profesión -Miguel Sierra, María Asquerino, Azpilicueta... todos, claro- se vean envueltos en algo así.En lo primero en que se piensa es en la responsabilidad del autor, pero la realidad es que en este personaje hay siempre algo de inocencia: escribe y cree en lo que hace; aunque no se le haya ocurrido nada -en este caso, ni el título: La beauté du diable es el de una película de René Clair, texto de Salacrou-, su propia condición puede hacerle perder la conciencia de su nadería.

Lo extraño es que personas por las que pasa el manuscrito -empresa, director, colaboradores, incluso el Ministerio de Cultura, cuya ayuda a la producción se proclama- no adviertan que lo que tienen entre las manos es inviable y comprometan sus nombres y su trabajo en ello.

La belleza del diablo

Miguel Sierra. Música de Eddy Guerin. Intérpretes: María Asquerino, Amparo Larrañaga, Iñaki Miramón, Miguel Ortiz, Juan Pedro del Rosario, Paco Maestre, José Palao. Escenografía y vestuarios de José Ramón Aguirre. Director: Jaime Azpilicueta. Estreno: Reina Victoria, 11 de septiembre.

Se sabe que en el teatro hay muchas obras misteriosas, con una primera perplejidad, envueltas en incertidumbre, de las que no se sabe gran cosa hasta que se ponen de pie ante el público; pero hay otras -y ésta es una de ellas- en las que la imposibilidad da gritos, en la que el fracaso se ve venir al galope; no es ni siquiera una cuestión profesional, sino un mero y simple problema de sentido común, de percepción al alcance de todos.

En La belleza del diablo, de Miguel Sierra, se supone la situación original: Adán, Eva dudan en comer la manzana tentados por Lucifer, y en esto se va el primer acto; en el segundo, se encuentran a gusto fuera del Paraíso, Eva dispone de tres hombres -Adán, Caín y Abel- y los celos por la madre-hembra producen el conocido crimen: unas proyecciones muestran las ciudades modernas y un cantable presiente los terribles proyectiles. Y se acabó.

En medio hay débiles números de música -de Eddy Guerin- que los actores no alcanzan a dar alguna calidad, a pesar de ayudas microfónicas: no es su profesión. La charla en torno al tema se pretende llena de desparpajo y de heterodoxia, no sin algún escarceo teológico, filosófico o profundista: ni divierte ni hace pensar.

Una inquietud trasciende más allá de la obra, de su mezquindad: la de que el teatro esté perdiendo velozmente su rumbo; la de que por hacer bulto en la cartelera o por defender algunos puestos de trabajo se esté dañando irremediablemente un arte de forma que no se disminuyen sus riesgos, sino que se aumentan. Hay una reflexión obligatoria que hacer sobre este tema por quienes deben hacerlo.

En fin, no hay nada tan ínfimo que no deje algo a la mirada o al oído. Algún gris y rosa en los decorados de José Ramón Aguirre, la defensa de su personaje por María Asquerino, el encanto del cuerpo de Amparo Larrañaga -¡si estuviese calladita!- pese al horror de las mallas (habrá quien prefiera los jóvenes cuerpos de Miguel Ortiz y Juan Pedro del Rosario en Caín y Abel, menos velados), algún juego de voz de Paco Maestre, los relámpagos de vis cómica de Iñaki Miramón, lo pegadizo de algún fragmento de la música. Briznas, residuos; restos de naufragio.

El escaso público de la tarde del viernes sólo fue respetuoso. La eterna casta del cómico, defensor de imposibles, que da la cara y lucha.

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