Perversiones venecianas
Acabo de visitar la imponente exposición que alberga el palacio Grassi de Venecia sobre el futurismo, el movimiento que inauguró en 1909 el debate sobre la modernidad que todavía colea. Entre otras cosas, la exposición me ha servido para averiguar que Marinetti robó la palabra futurismo a la cultura vanguardista barcelonesa, aunque jamás reconoció tal apropiación. Ya en 1904 Gabriel Alomar dio una conferencia en el Ateneo de Barcelona titulada El futurisme, pero la gloria se la llevarían los italianos y los rusos, que dieron nuevo contenido al vocablo, en dirección hacia el fascismo los primeros y hacia la revolución proletaria los soviéticos.Caria del Poggio (a quien no he podido olvidar desde Senza pieta) me cuenta que hacia 1940, en su adolescencia, asistió con Antonioni y Giuseppe de Santis a una representación teatral de Marinetti que acabó con lanzamiento de huevos y de tomates al escenario. Hoy el futurismo está enjaulado en un museo, lo que constituye una tremenda contradicción, pero muchas de sus lecciones todavía nos interesan, como su exaltación del espacio urbano, que: encontraría ecos en el John Dos Passos de Manhattan Transter, en el Lorca de Poeta en Nueva York y en el Ruttmann de Berlín, sinfonía de una gran ciudad.
Esta zambullida en la desaforada exaltación futurista, que fue ante todo un programa antiacadémico, constituye un útil contraste con el panorama del cine actual. Desde el observatorio ¡del jurado de Venecia saca uno la impresión de que la escritura que predomina en el cine actual es una, escritura en minúsculas (lo que río es necesariamente peyorativo), ensimismada por las venturas y desventuras de la pareja o de los microgrupos sociales, con abundantes dramas y comedias centrados en la intimidad humana.
A pesar de excepciones como Ran o París-Texas, qué sirven para confirmar la regla, el cine actual parece haber vuelto la espalda a la épica (salvo en la versión kitsch de Hollywood), a los grandes mitos trágicos de la condición humana y a las grandes pasiones. Por eso hoy sentimos nostalgia de películas como Ciudadano Kane, Iván el Terrible o Casablanca, escritas con mayúsculas, aunque con caligrafías muy diversas. Los homenajes que Venecia está rindiendo a Orson Welles y a Glauber Rocha subrayan todavía más, si cabe, las minúsculas del cine actual.
Por eso las discusiones sobre cine de un jurado internacional, presidido por Alain Robbe-Grillet, son necesariamente laboriosas. Un jurado así comienza por ser una Babel lingüística, en la que se codean desde un Peter Ustinov que habla casi todas las lenguas, vivas a un Robbe-Grillet que, a pesar de que en El espejo que vuelve dice haber estudiado alemán y español, sólo se expresa en francés. Pero el mensaje inaugural de nuestro presidente fue muy claro: las películas se aman con pasión sexual, con la misma visceralidad e irracionalidad que atrae las genitalidades de los seres humanos. Lo cual constituye, obviamente, una razón suplementaria para la incomunicación y la discrepancia entre los jurados. Luego, en una cena, Catherine Robbe-Grillet me diserta con vehemencia acerca de la pasión sadomasoquista, que conoce bien, y me anuncia la publicación de su próximo libro entre nosotros, en La Sonrisa Vertical, Se queja de que los locales especializados de Nueva York han sido clausurados, alegando el riesgo del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA). Es una delicia escuchar de sus labios las liturgias que constituyen puestas en escena de sus fantasmas eróticos.
Lujuria
De lo que se concluye que unSestival de cine constituye, antes que nada, un espacio de lujuria, definido por la perversión de la escopofilia, pues el mironismo del cinéfilo no es más que una perversión óptica compulsiva, un espionaje de intimidades ajenas exhibidas en una pantalla. Para que no quepan dudas, escribo estas líneas desde el hotel Excelsior, cuya suntuosa fachada recordarán quienes hayan visto Muerte en Venecia, de Visconti, y sobre cuya playa privada un Dick Bogarde atormentado deseaba al angelical Tazio, incluso más allá de su sexo.
Thomas Mann sabía que Venecia es una ciudad perversa, y ahora, con el futurismo apresado en uno de sus arcaicos palacios, comprobamos que sigue siendo el mejor decorado para las más deliciosas perversiones del alma.
Román Gubera comunicólogo, ha formado parte del jurado internacional del 43º Festival de Venecia.
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