Suráfrica, la tragedia de ser blanco
El apartheid, o racismo institucionalizado, en Suráfrica es el caso más notorio de violación de derechos humanos en todo el mundo. Veinticuatro millones de personas son ciudadanos de segunda clase -y están catalogadas como tales- por el mero hecho de ser negras. Pero a esta tragedia de la mayoría de color se va a afiadir a corto plazo el drama de los propios blancos. Porque la cuestión que se plantea también en Suráfrica es la siguiente: cuando caiga la tribu blanca, ¿quién la sustituirá?
Hay un detalle que está pasando inadvertido en el endiablado conflicto de Suráfrica. Los surafricanos que gobiernan en Pretoria pertenecen a una tribu blanca. Más aún, los boers constituyen un clan dentro de esa tribu.Si, en sus ya largos 300 años de presencia en esa tierra, los boers y sus descendientres hubieran asimilado el color de los naturales -bien mediante el mestizaje, como ocurrió con los conquistadores españoles en América, o por simple contagio ambiental-, el problema tendría otras dimensiones muy distintas. Pero el blanco y el negro son los dos extremos del espectro cromático, y la diferencia es demasiado notoria en un continente simbolizado por el ébano.
La 'tribu blanca'
Una de las tragedidas que viven interiormente los blancos en Suráfrica es la de ser africanos. Los 550 millones de personas que componen hoy la población del mal llamado continente negro son el resultado de unas constantes y fluidas migraciones internas que se han ido gestando durante los últimos siglos. Esto sucedió a veces sin mayores problemas -otras, con choques sangrientos-hasta quedar la actual población africana mejor o peor distribuida dentro de ros espacios geográficos trazados por las potenciás europeas en la Confencia de Berlín de 1885.
La tribu blanca de los boers llegó a Suráfrica en 1672. Se desvinculó de su ascendencia holandesa con el mismo fervor que los tutsi de los galla etíopes o de los massai keniatas, los hutu de los bantúes nigerianos y chadianos y los twa de los piginenos zaireños. Tutsis, hutus y twa forman hoy los Estados de Ruanda y Burundi. Los hutu son mayoritarios en ambos países, pero su suerte es muy desigual: en Ruanda gobiernan, tras una revuelta contra el poder tutsi en 1959; en Burundi, donde constituyen el 81% de la población, son dominados y sojuzgados por la minoría tutsi (18%). En ambos países, los twa ocupan el tercero y último escalón de la sociedad.
Negros contra negros
Lo que ocurre en Burundi ilustra magníficamente el dominio tribal en muchos países africanos. No hay un código de racismo férreamente estructurado -como ocurre en Suráfrica-; pero existe y se aplica con toda naturalidad en la vida política, social y económica un esquema que hace de los hutu unos ciudadanos de segunda clase.
Más aún, el Gobierno tutsi, presidido por el coronel Jean-Baptiste Bagaza, ha desencadenado periódica y sistemáticamente persecuciones contra la mayoría hutu. En algunos casos se cometió un verdadero genocidio, como sucedió en 1972, cuando fueron asesinados con un ensañamiento visceral más de 200.000 hutus (cerca del 10% de la población hutu de entonces).
Por lo general, cuando se producen casos de esta índole, en un país que no se encuentra ubicado en un centro de interés económico o estratégico, se esgrimen evasivas tan poco convincentes como que se trata de asuntos intemos. Traducidos a otros términos: no tiene interés una matanza de negros contra negros. Ocurre, así que en muchos países africanos se comenten toda suerte de desafueros con la mayor impunidad. Esto ha hecho decir al nuevo presidente de Uganda, Youeri Museveni: "Mientras los jefes de Estado africanos no respetemos los derechos humanos, no tenemos ninguna credibilidad para oponernos al apartheid".
El caso surafricano es, naturalmente, mucho más complejo. Pero el problema sería, tal vez, mucho menor si los cinco o seis millones de blancos fueran africanos de piel negra. La blancura, con todas las connotaciones de explotación, dominio y vejaciones que implica este concepto en África -Frantz Fanon lo ha descrito con extraordinaria clarividencia en sus libros Piel negra, máscaras blancas y Escucha, blanco-, le juega una mala pasada a la tribu boer.
Es muy probable que, tal y como se están desarrollando los acontecimientos, muchos surafricanos blancos estén lamentando que sus antepasados no se mezclaran con los negros del lugar. (Otros, menos escrupulosos, los maldecirán porque no los arrojaran al mar o los atrincheraran en pequeñas reservas, como hicieron los yanquis con los indios. La invención del bantustán es ya un recurso tardío e inviable.)
Los racismos teñidos de triba lismo -sin que medie la pigmentación exagerada de la piel- levantan muy pocas sospechas. En África los hay para todos los gustos y de todas las cataduras. Sin contar las dictaduras -hay más de 40-, nucleadas en torno a un militar o a un partido único, o ambos a la vez. Y nadie se rasga las vestiduras, aunque de cuando en cuando se cuelen personajes tan alucinantes como Macías, Bolcasa, Amín, el sargento Samuel K. Doe promovido a general, o el megalómano Mengstu Heile Mariam, que con una mano descorcha botellas de champaña y whisky escocés mientras con la otra pide a los indeseables occidentales el regalo de millón y medio de toneladas de cerales, con el soterrado propósito de no seguir la suerte del emperador Haile Selassie. En África no es conveniente aplicar únicamente criterios generales, desprendidos de una valoración del derecho internacional, porque allí se rompen todos los esquemas. Lo comprendió el novelista italiano Alberto Moravia cuando, durante un viaje por África, un ugandés le preguntó: "Y tú, ¿a qué tribu perteneces?".
En Suráfrica convive el problema racial con el tribal. Ya se han levantado grupos de zulúes, seguidores de Ghatza Buthelezi, contra miembros de distinta filiación étnica. Este detalle no es baladí, porque la pregunta crucial es esta: cuando caiga la tribu blanca, ¿quién la sustituirá?
Nacionalismo y religión
Dos de los grandes dirigentes surafricanos negros, el obispo anglicano y Premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu, y el reverendo Alan Boesak, líder del Frente Democrático Unido -que reagrupa nada menos que a 600 organizaciones negras-, tienen un sentimiento supratribal, basado en criterios nacionalistas y religiosos. Pero es muy poco probable que compartan estos mismos planteamientos quienes les sustituyan cuando ellos se retiren a sus iglesias. Ni siquiera Nelson Mandela tiene el suficiente carisma como para aglutinar a los pueblos negros en una Azanía uniforme.
En el Occidente democrático, las prebendas se reparten a quienes demuestran una fidelidad ideológica cuando el partido conquista el poder. Es lo que Max Weber llama las pesebreras estatales. En África, por lo general, los privilegios se comparten entre los mismos de la misma tribu. Así lo vienen haciendo los blancos surafricanos. Y así lo hará pasado mañana la tribu negra que consiga imponerse a las demás. Los boers surafricanos han fomentado una tribalización que, por fin, se está volviendo contra ellos mismos.
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