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Reportaje:

La injusta soledad de los guerreros de Riace

Juan Arias

Los bronces de Riace, los dos magníficos guerreros orgullo de las aguas del mar Jónico de Calabria, de donde fueron arrancados como una aparicion de los dioses, los aplaudidos, admirados, devorados por millones de ojos extasiados ante tanta belleza, los machísimos sufren hoy de injusta soledad. Tras haber sido magníficamente restaurados en Florencia por las manos mágicas de los mejores expertos italianos, el entonces presidente de la República, Sandro Pertini, hizo el gesto revolucionario de acogerlos durante 15 días, en julio de 1981, en su palacio del Quirinal, en Roma, y de abrir sus puertas para que todos, gratuitamente, pudiesen admirarlos con los ojos y con el corazón.

El palacio presidencial parecía aquel verano un santuario milagroso tomado al asalto por los visitantes. La cola era interminable. Las mujeres, con las bolsas de la compra, esperaban pacientes, empapadas de sudor, a que les llegase su turno. Y una vez dentro del palacio, ante los majestuosos cuerpos viriles, les susurraban plegarias en silencio que se adivinaban en sus ojos. Alguna quería hasta tocarlos. Los sentían poderosos, como divinidades llegadas desde un paraíso donde todo era fecundo, feliz y lleno de orgullo conquistador. Después, los macizos guerreros se fueron a su lugar de origen, a la bella Calabria. Para ellos, el Museo de Regio les preparó un palacio con todas las comodidades modernas, para que ni un grado más de humedad o una rendija de aire pudiese turbar tanta magnífica belleza,Gustaba el misterio de su origen. No se sabía si eran guerreros humanos o divinos. No tenían nombre. Se desconocía quién los había cincelado. Tampoco se sabía si estaban tristes o alegres, serenos o turbados. Los dos despertaban pasiones, pero a algunos les gustaba más el más joven y a otros el más maduro. Ambos eran vistos como ángeles de carne vibrante bajo su coraza de bronce. Y también en Calabria hubo colas para visitarlos.

Siempre de prisa y corriendo, porque la gente empujaba ansiosa, con ganas de descargar curiosidad y pasión. Eran un mito; más aún, una dulce y fuerte visión sexual teñida del misterio de los dioses lejanos en el tiempo.

La ingratitud de las masas

Pero ahora, de repente -¡ingratitud de las masas!-, de los gigantes griegos no se acuerda ya nadie. Ahora que podrían ser admirados despacio, sin prisas, como un manjar saboreado bocado a bocado, nadie va a verlos. Se quejan los responsables del museo, se lamentan las autoridades de Regio, se duelen las agencias de turismo. ¿Es que ya no hacen milagros? ¿Es que los italianos, las italianas, ya no necesitan la gracia de los dioses de la abundancia viril? ¿Es que a nadie interesa ya el calor del arte antiguo? A pesar de todo se advierte como una resistencia inconsciente a considerar a los guerreros misteriosos de Riace como a dos simples estatuas de museo.Y se habla de ellos con increíble naturalidad, como si fuesen personas olvidadas, vivas, que sufren en su carne, que mastican su soledad, que esperan ansiosos a que lleguen sus admiradoras. Hay hasta quien piensa que si nadie los visita un buen día o una noche de luna acabarán fugándose de sus jaulas de oro y se aparecerán a la gente en público o en privado. Quizá es lo que muchos están esperando. Y esa esperanza secreta, no confesada, es la mejor demostración de que el mito sigue vivo, aunque ahora se haya trasladado del frío museo al calor de la interioridad personal. Son como los santos a quienes se les reza en soledad. Por eso quizá no es tan verdad que se sientan solos.

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