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Año de transición en el festival de Bayreuth

La presente edición del festival de Bayreuth no aporta novedad alguna de importancia. Es claramente un año de transición en el que, eliminando el gasto de nuevas producciones, ahorrar fondos para el costoso esfuerzo de una próxima Tetralogía de Kupfer-Barenboim y Lohengrin de Herzog-Schneider. Por ello, junto al Anillo tremendamente honesto en su realismo de Hall-Schneider en su cuarta edición, se repite el Tannhausser que inauguró el festival el año anterior y se reincorporan las producciones de Trútán e Isolda (Ponelle-Barenboim) y Maestros cantores (Wagner-Stein). Un año, pues, en el que las innovaciones interpretativas de gente como Chereau o Kupfer permanecen ausentes.Cando el verano pasado se estrenó Tannhausser hubo rumores que asignaban su dirección escénica a Ken Russell para después pasar definitivamente a Wolfgang Wagner, que veía así cumplido su deseo de producir todas las obras del abuelo, puesto que ésta era la única que le restaba escenificar.

Para los papeles principales se habían anunciado hastados días antes del estreno a René Kollo y Gabriela Beanáckova y ambos renunciaron en el último momento. Este año se ha contratado directamente a los entonces sustitutos de aquéllos, y de la producción se alejaron los fantasmas de nuevas anulaciones.

El Tannhausser de Wolfgang supone la reintroducción de la concepción minimalísta que reinó en el teatro hasta hace unos 20 años, decorados mínimos que con un conveniente juego de luces dejen lugar a la fantasía. Cada cuadro se basa en una serie de círculos concéntricos giratorios iristalados en el centro del escenario, junto a luces coloreadas sobre un ciclorama posterior y algún material adicional que acabe de impulsar la imaginación, como la columnata de arcos dorados que se recorta sobre el firmamento azul de la escena del torneo canoro. Dentro de esta concepción, el momento más logrado se produce al final de la obra, cuando, tras la derrota del Venusberg, surge desde el fondo del escenario el coro de los peregrinos, al tiempo que paulatinamente crece la luz dispersándose por los enormes cortinajes azules traseros y proyectándose sobre el centro de la escena, donde Tannhausser expira junto al cadáver de Elizabeth, que yace bajo la estatua, horrorosa por cierto, de la virgen. La estaticidad de la escena sólo se rompe transitoriamente durante el torneo de canto en el momento en que los caballeros se revuelven al escuchar pronunciar el nombre del Venusberg. Todo, en definitiva, como se hizo en la vieja producción de Wieland en los años sesenta, pero sin adiciones de valía reseñables.

El templo wagneriano

Afortunadamente las cosas transcurren mucho más positivamente en el foso orquestal. Giuseppe Sinopoli debutó en Bayreuth con esta obra, que sólo otro italiano, Toscanini, ha dirigido en el mítico templo wagneriano. Su trabajo se caracteriza por el total aprovechamiento de las posibilidades acústicas del teatro, sus infrecuentes y personales tempos y la constante atención y claridad en cada detalle o plano orquestal, marcando el ritmo con precisión y sacando a la luz frases melódicas que suelen quedar escondidas en la compleja arquitectura sonora de Wagner.El norteamericano Richard Vexsalle sustituyó con gran éxito a Kollo el pasado año y vuelve ahora por sus fueros, aunque si bien posee un timbre claro, con brillo, musicalidad y buena impostación, la extensión vocal resulta insuficiente para el papel, y el color no se corresponde con el tenor heroico que se demanda, aspectos dificiles de cumplir hoy en día, por otro lado. La soprano Cheryl Studer exhibe una voz de gran volumen, lírica, bella y transparente, pero carente de intensidad dramática para la plegaria final y que en ocasiones se destempla al descontrolarse en los fortes. En cualquier caso, fue ella la triunfadora de la función. El resto del reparto, Schilaut, Brendel, Sotin, Vogel, etcétera, cumple muy correctamente sus cometidos, mereciendo una mención especialísima la formidable intervención del coro del festival.

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