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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una tortura más

EL FALSO fusilamiento de un joven por agentes de la Guardia Municipal de I'Hospitalet, si se confirman los hechos tal como han sido denunciados, es un caso claro de tortura, y de los más graves. No basta con la suspensión de empleo y sueldo de los presuntos culpables en tanto dura el expediente municipal que se les ha abierto: salvada la presunción de inocencia, nos encontramos ante una cuestión de delito público, con sus agravantes -la autoridad, el número de los participantes, etcétera-, en la que han de intervenir la fiscalía y el poder judicial so pena de delinquir también ellos. No se trata, por lo demás, de un caso único: no es distinto al de esos tres guardias civiles que amenazaron, pistola en mano, con aplicar la tristemente célebre ley de fugas a un supuesto delincuente antes y después de golpearlo; han sido condenados a seis años y un día y a otras penas accesorias por la Audiencia de Bilbao.La guardia urbana de las ciudades ha sufrido en los últimos años una reconversión notable desde que sus integrantes intentaban no llevar ni siquiera armas y alegaban la función de orden ciudadano que se les encomendaba hasta ahora, en que han sido incrementados por unos cuerpos especiales de acción directa a partir de la iniciativa que tomó en Madrid el entonces concejal Barrionuevo.

No parece de ninguna manera inútil que las calles de las ciudades estén vigiladas, e incluso sería de desear que lo estuviesen más, pero hay que preguntarse por la preparación profesional y moral de estos cuerpos y vigilar para que no se conviertan en una partida de matones.

Ni éste ni ningún otro cuerpo de policía, y mucho menos los militares -una de cuyas patrullas realizó ya un fusilamiento simulado durante unas maniobras-, pueden transformar su misión de vigilancia, prevención y castigo de la delincuencia en maneras de despotismo, abusos de autoridad y, como se ve en los casos citados, hasta en tortura. La necesidad de reprimir todos estos abusos viene creando una especie de tensión entre las diversas policías y el poder judicial y las autoridades civiles, que están obligadas a evitarlos. Es más grave el que en estas autoridades civiles esté apareciendo una especie de miedo a enfrentarse con los excesos de los cuerpos armados por no exponerse a una respuesta de abandono.

No se trata de restar fuerza a quienes tienen la arriesgada y difícil misión de mantener la seguridad ciudadana, sino de seleccionar a sus componentes, darles un sentido de responsabilidad, enseñarles a saber cuáles son los límites. La tortura es un delito repugnante, y asombra ver la pasividad del ministerio público ante las denuncias hechas por el joven delincuente de Hospitalet. Las condiciones odiosas en que se ha producido el hecho, que mezcla a un grupo suficiente de guardias como para comprometer al cuerpo entero, y con una premeditación que parece clara -el petardo que lanzaron a los pies del infeliz para fingir hasta el último punto el fusilamiento-, muestran la clase de depravación a la que puede llegarse cuando se pierden los límites. El miedo de la víctima a denunciar el caso y su actual retraimiento en las declaraciones para evitar una posible venganza de los implicados o de sus compañeros muestran la existencia de una forma de terror establecido. Ante todo esto, el silencio ominoso de las autoridades, los intentos de reducir la cuestión a un caso municipal, la insensibilidad del Gobierno de la Generalitat y del central, el mutismo de los parlamentarios..., conviene preguntarse sobre qué clase de sociedad civil y qué tipo de sociedad política persiguen nuestros gobernantes.

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