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Provenza entrevista

Un paisaje henchido de hierbas olorosas, tornillo, hinojo, espliego y romerales. Cipreses erguidos que escoltan los mases de rosados muros. Laurel y mirto. Encina y olivo. Pino parasol. Las parras del moscatel que dan el frutado vino, alegre y juvenil. Así es la tierra de Provenza, que disimula su nombre verdadadero bajo los rótulos departamentales de Bocas del Ródano, Alpes marítirnos, Var, Alpes de Alta Provenza y Vaucluse.El Mediterráneo se halla al fondo del escenario, y, sin él, la Provenza no existiría. El mar antiguo fue camino incesante de culturas de arribada: celtas, griegos y romanos. Y más tarde, personajes del Evangelio: Lázaro, el que volvió del más allá. Las tres Marías: María Magdalena, María Salomé, María Jocobea; Marta, la hacendosa; el ciego Sidonio, a quien Jesús devolvió la vista, y una muchacha para todo, de oscura piel, egipcia de nación, Sara. Llegaron juntos en una barca, huyendo de la persecución de los cristianos que tenía lugar en Jerusalén. No tenían remos, ni vela, ni timón, ni apenas provisiones. El frágil navío terminó su milagroso periplo embarrancado en una playa de la Camarga, allí donde el Ródano se abre en una inmensa marisma hacia el mar. Se dispersaron en la Provenza los parientes y seguidores del Señor. Fue en los años cuarenta de nuestra era. Marta, llevó la buena nueva a Tarascón y aniquiló la Tarasca, animal feroz que hacía estragos en el entorno. Lázaro predicó en Marsella. Sidonio, en Aix. María Magdalena se encerró en una cueva, donde hizo penitencia hasta su muerte. Las dos Marías y Sara se quedaron en la marisma y habilitaron para el culto cristiano un arcaico templo de Artemisa de Éfeso. Allí residieron hasta su muerte. El culto de las Marías de la Mar se mantiene hasta nuestros días, en fiestas multitudinarias con caballos blancos cuyos jinetes apacentan toros negros. Sara es, a su vez, la patrona de los gitanos. La procesión ritual de las Marías en el mes de mayo acaba simbólicamente en el mar del que salieron.

Provenza tuvo, después del imperio romano y de las invasiones de bárbaros, musulmanes y corsarios, un largo período de vida política autóctona. El rastro de los condes de Provenza y el alto nivel cultural que alcanzaron las ciudades de su dominio es hoy día visible en la rica arquitectura religiosa y civil de la región. Aviñón fue la segunda Roma y la lengua provenzal dio lugar a un mundo literario de trovadores, eruditos y poetas. Dante vaciló entre usar el toscano o la lengua occitana, cuando empezó a componer su inmortal Comedia. Más tarde, el integracionismo francés impuso a través de los reyes la lengua unitaria del norte y el lenguaje provenzal se refugió en los hogares, en la campiña y en los cánticos populares, henchidos de poesía antigua.

Asistí hace unas semanas a un coloquio sobre la Europa multilingüe celebrado en las cercanías de Aix. Pregunté a un colega si fue Mistral quien en rigor había resucitado el culto literario de la lengua occitana. Federico Mistral llena con el recuerdo de su patriarcal personalidad los ambientes actuales del occitanismo. Era un nacionalista exaltado que se lamentaba de la des aparición de la identidad del condado de Provenza a manos del centralismo de los Capetos. Y, siglos más tarde, de la pérdida casi completa de la lengua bajo la férula del jacobinismo integrador de los Bonaparte y de las repúblicas. En el poema Calendal, que tan hondamente resonó en el corazón de la Cataluña romántica de Victor Balaguer, el fundador del Felibrige, alude a la solidaridad de los pueblos meridionales de Occidente y su eventual sentido federalista dentro de una futura Europa unida. Era en los años sesenta del pasado siglo, y Denis de Rougemont, 100 años después, había de valorar exaltadamente la obra de este anticipador de los movimientos europeístas de nuestro tiempo.

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En mis años mozos me llamó la atención el mistralismo que profesaba Charles Maurras, el teórico del monarquismo francés contemporáneo. Cuando hube de beber -en la pubertad de mi aprendizaje político- las extrapolaciones al castellano de la Encuesta sobre la monarquía, me impresionó el fervor regionalista del autor, que hacía compatible su implacable dialéctica nacionalista francesa con la exaltación de- la lengua y de la cultura del movimiento felibrige.

No conocí personalmente a Maurras, aunque fui lector suyo, en mi apasionada adolescencia. ¿Pero no era, sustancialmente, el pensador de Acción Francesa un hombre paradójico? A fuerza de atacar a la III República, en nombre del patriotismo monárquico, acusándola de ser la causante de todos los males de Francia, apoyó con entusiasmo al mariscal Petain y al Gobierno ole Vichy, denunciando a los combatientes de la resistencia. La invasión hitleriana había tenido, según él, la virtud de destruir el Estado republicano, democrático, masánico y proclive a la influencia judía. Así llegó a producirse la inverosímil escena de ver en 1945 al patriarca del nacionalismo, francés antigermano sentarse en el banquillo de los acusados por el delito de alta traición y colaboración con el enemigo hereditario.

Visitamos como turistas el estribo rocoso de Les Baux, conjunto medieval de fascinantete espectacularidad y también centro famoso de la gastronomía del hexágono, cuyo eje vital corre parejo al curso del Ródano hasta Lyón. El monarquismo francés mantiene sus lealtades y devociones de la anteguerra, aunque sin la agresividad feroz de los años veinte y treinta. "Todavía se reúnen aquí, una vez al año, los más destacados hombres de la causa realista", me dijo el hostelero. "Quizá piensen más en la exquisita variedad de nuestra cocina y sea el suyo un monasquis-

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mo nostálgico basado en el atractivo de tan ricos alimentos". La V República fue fundada por un general afán al nacionalismo maurrasiano, Charles de Gaulle, que ejerció el poder como un verdadero monarca durante su mandato. Valéry Giscard d'Estaing supo envolver años después la túnica de la presidencia republicana con la imagen de un soberano hereditario. El actual período cohabitador de François Mitterrand, en el que reina pero no gobierna, ha impregnado la figura del presidente socialista, ante la opinión, con carismas monárquicos en el gesto y en la liturgia.

Partiendo de las fuentes de Vaticluse, en las que se contempla el ruidoso borbollón de las aguas soterrañas, se sube al monte Ventoux, desde donde se divisa en días claros la Provenza casi entera, hasta la misma cumbre del Canigó. El nombre de Petrarca va unido al de esta insólita montaña. Vivió el gran humanista del Renacimiento en una casita campestre cerca de Vaucluse. Allí buscaba refugio para descansar de su ajetreada existencia y silencio para su incesante creatividad. Sus largos paseos le incitaron a la aventura de alcanzar la cima del monte Ventoso, en la que le acompañaron su hermano Gerardo, dos sirvientes y un perro. El monte sagrado de Provenza desbordaba de leyendas, y entre ellas, la de su inaccesibilidad. El mismo Petrarca relata la escalada en una carta a su amigo Roberto Borgo. Eran los días primaverales de 1336. "Hace tiempo que esta excursión me rondaba en la cabeza... Esta montaña que se ve de lejos y que tengo siempre frente a mis ojos me provocaba el irresistible deseo de subir a ella...". El camino era duro, casi impracticable. La fatiga se apoderó de los montañeros. Por fin alcanzaron la cumbre. "Entre el viento fortísimo y el vasto espectáculo quedé mudo de estupor". El profesor Francisco Rico, en su magistral estudio sobre Petrarca, pone en duda la autenticidad de esta hazaña deportiva. Mi condición de antiguo montañero en mis años juveniles me inclina a sostener la realidad de la escalada, quizá por un sentido de compañerismo. Petrarca y Rousseau son los patrones del alpinismo literario europeo.

Desde la cima están a la vista ciudades en que vivió el genial adelantado del renacentismo: Aix. Arlès. Aviñón. Carpentras. Vaticluse. En este último rincón iba componiendo las 300 canciones de amor que le darían la imnortalidad. Veinte años de poesía lírica, de regusto trovadoresco, decantados en una nueva estética. Tema preferente: el amor a Laura de Noves, mujer bellísima, entrevista un día de Pascua, en la iglesia de Santa Clara de Aviñón. ¿Existió realmente Laura de Noves? ¿O fue un mito inventado por el poeta? La disputa de los eruditos no ha terminado. Hay quienes sostienen la realidad corpórea de la musa, que tuvo descendencia numerosa y una vida conyugal de impecable castidad. Petrarca habría sido solamente un amante platónico. Los expertos genealógicos han idomás lejos y aseguran que Laura de Noves es nada menos que antepasada directa del asaz vicioso marqués de Sade.

Compré un par de libros en Aix como recuerdo de mi visita, que he leído en mis horas vacacionales del estío: La historia secreta de Provenza, de Michel Bertrand, y el Carré de reinas, de Christiane Gil. El primero es un inventario original de lo que almacena el sedimento de aquella mágica tierra desde hace 20 siglos. El Cuarterón de las reinas es la historia de las cuatro hijas del conde Ramón Berenguer V2, que se casaron con otros tantos monarcas europeos. Uno y otro volumen aluden al rastro profundo que en este suelo, en que nació el profeta Nostradamus, dejó la presencia de los condes de Barcelona durante más de un siglo de su gobierno.

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